San José.— Cuando el abogado haitiano Jean Simson Desanclos se paró frente a las fotografías y las urnas con las cenizas de su esposa, Josette, y de sus hijas, Sherwood y Sarhadjie, en una ceremonia fúnebre en una sala mortuoria en Puerto Príncipe, relató conmocionado: “Lo perdí todo”.
Las tres haitianas fueron atacadas, asesinadas y quemadas a finales de agosto anterior junto a otras cinco personas en la capital del país en un operativo ejecutado por 400 Mawozo, una poderosa pandilla gansteril que propagó el terror criminal y político en esa y otras localidades de Haití y agravó la profunda crisis socioeconómica e institucional en esa nación.
“Es realmente insostenible este ejercicio esta mañana. Son mis hijas las que deben enterrarme. Por el contrario, estoy frente a muchos cadáveres que tengo que llorar. ¡Ay! Esta es toda una vida construida que se ha ido desmoronando en un tiempo récord”, dijo Simson. En llanto desconsolado, se preguntó repetidamente qué hizo para sufrir este castigo. Pero su drama sólo es uno de los centenares de casos de indiscriminada violencia callejera en Haití, sumido eternamente en un conflicto sin salida.
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En un país desolado por la deforestación y los repetidos desastres naturales, el paisaje haitiano quedó exhibido en este siglo por la aparición diaria en las calles de centenares de cadáveres, con una espeluznante secuela de heridos y desaparecidos.
Haití se hundió en 2021 en una parálisis institucional, electoral y política con un frágil régimen provisional. El conflicto se agravó a partir de que, el 7 de julio de 2021, el entonces presidente de Haití, Jovenel Moïse, fue asesinado en una operación de sicarios y mercenarios que ahondó el panorama de permanente y generalizado deterioro.
Aliadas a estratégicos y antiguos factores políticos y económicos de poder interno y externo e involucradas en pugnas y confabulaciones, las temibles pandillas criminales se afianzaron luego del magnicidio de Moïse e infundieron el miedo y el pánico en las calles.
Acostumbrados desde hace más de 65 años a la imposición de violentas y sangrientas redes paramilitares — los grey-grey, los Tontons-Macoutes o los attaché— que desplegaron su mando sin control al amparo de fuerzas políticas, los haitianos siguen atrapados en el pánico. La sombra se acrecentó con la dictadura de la familia Duvalier, que gobernó de 1957 a 1986 y legó 50 mil muertos por la represión y una clase dominante. Las pandillas, como la G9, implantan bloqueos viales y otros actos intimidatorios que asedian la vida cotidiana de los haitianos, sumidos en una cruda realidad social en 27 mil 750 kilómetros cuadrados que atiza su deseo de migrar a la vecina República Dominicana y a Estados Unidos. La Organización de Naciones Unidas (ONU) confirmó que 59% de los 11 millones 700 mil haitianos subsisten con menos de tres dólares al día y están en pobreza moderada y que 24% sobreviven con menos de un dólar y medio al día y están en miseria extrema, mientras que unos 5 millones 300 mil sufren inseguridad alimentaria.
En este escenario creció el crimen organizado. El gobierno de Haití reveló en 2021 que hay 162 pandillas con unos 3 mil integrantes (infantes, adolescentes, jóvenes y adultos) que, desde zonas urbanas y rurales precarias y vulnerables se dedican a sobornos, secuestros, homicidios, violaciones, robos o narcotráfico en un mercado de más de medio millón de armas de contrabando.
La esposa y las hijas de Simson perecieron a balazos en la mañana del 20 de agosto en la capital haitiana en una trampa por una incursión de 400 Mawozo. Sarhadjie, de 24 años, era profesora de la (estatal) Universidad de Puerto Príncipe; su hermana, Sherwood, de 29, era abogada y empleada del Ministerio de Economía y Finanzas y académica universitaria. La madre, de edad no precisada, laboraba en la (estatal) Autoridad Portuaria.
En un testimonio que fue suministrado a EL UNIVERSAL por fuentes de organizaciones no gubernamentales de derechos humanos de Haití, Simson rememoró la “complicidad” y la “confianza” que forjó con sus hijas y relató que, cuando ocurrió el triple asesinato, estaba en una localidad en el litoral norte de esa isla. “Es gracias a esta complicidad y confianza que tuve el coraje y la fuerza para hacer el viaje (…) en una motocicleta. Una vez en Puerto Príncipe, fui a la escena del crimen. Al ver los cadáveres del automóvil, toda mi vida se extinguió. Perdí a las tres personas más caras [queridas] de mi vida”, narró.
Al exponer una vida de horror que, segundo a segundo, acompaña a los haitianos, lamentó: “La muerte nos espera en cada rincón (...) Parece que los haitianos definitivamente están caminando con sus brazos sobre su ataúd y que todos están esperando pacíficamente su turno para ser la próxima víctima”.
Sin dudarlo, denunció: “Es bien sabido que este crimen lleva la firma de los 400 Mawozo”.
Solidarios con Simson, tres de sus amigos haitianos —Patrick Laurent, Samuel Madistin y Calixte Fleuridor— reconfirmaron en los funerales que el paisaje de Haití se hundió en el espanto social.
Las tres “están ausentes. ¡Qué dolor! ¡Qué atrocidad! Vivimos en una sociedad sin corazón, sin alma, sin humanidad. El país se deja a su suerte. La capital está asediada por pandillas con o sin diploma. Nos secuestran pacíficamente, nos violan y nos matan con frialdad, sin temor a ser procesados, arrestados, juzgados y condenados”, afirmó Laurent.
La trágica muerte de Josette, Sherwood y Sarhadjie “es un mensaje para cada uno de nosotros aquí presentes sobre lo que debemos hacer para poner fin al reinado de la violencia ciega, la impunidad, la irresponsabilidad imponiéndonos la vida”, puntualizó Madistin. “Lamentamos observar que cada vez más la sociedad haitiana tiende a colapsar en un ciclo infernal de imprudencia, irresponsabilidad, animosidad, criminalidad gratuita y falta de respeto por la dignidad de la persona humana”, advirtió Fleuridor, en un clamor a la estructura gobernante para que busque “el orden y la paz”.
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