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Washington.— Los secretarios de un gobierno en Estados Unidos tienen un poder relativo. La institución del gabinete de un mandatario no está regida por ninguna ley, ni aparece en la Constitución, y su papel es prácticamente de asesor y representante presidencial.
“Es un órgano sin poder relativo”, escribía el politólogo Jeffrey E. Cohen, de la Fordham University, en su libro The politics of the US Cabinet, publicado en 1988. “No tiene una responsabilidad corporativa, no tiene una habilidad para aplicar decisiones”, explicaba, casi ninguneando el cónclave gubernamental frente a otras instituciones como el Congreso o el Tribunal Supremo.
Sin embargo, se preguntaba Cohen, “¿por qué los presidentes invierten tanto tiempo en construir sus gabinetes?”. En su ensayo, el politólogo desgrana su historia en búsqueda del “valor intrínseco”, de las “cualidades representativas”. Del mensaje que el mandatario en turno envía con la composición de sus asesores más allegados, aquellos que no sólo le darán consejo, sino que estarán al frente de la maquinaria que se encargará de ejecutar sus deseos.
He ahí el porqué de la obsesión en la que vive Estados Unidos ahora: conocer el gabinete de la futura administración Biden va más allá de la burocracia, es una declaración de intenciones de cómo el demócrata quiere que sean sus cuatro años sentado en el Despacho Oval de la Casa Blanca.
La presencia de Donald Trump en las portadas de los principales periódicos es cada vez más una rareza, algo totalmente inaudito hace tan sólo unas semanas, pero que responde al papel secundario que tiene el todavía presidente en la actualidad de unos Estados Unidos ya agotados de las pataletas sin sentido del mandatario, enrocado todavía en un castillo de teorías de la conspiración sobre un fraude electoral inexistente.
Gran parte de las tramas políticas en Washington desembocan en la composición del futuro gobierno. Estados Unidos está más que listo para pasar la página y eso se traduce en la avidez por conocer cuál será el círculo cercano del nuevo presidente, quiénes estarán al frente de cada departamento. Washington es un río de quinielas y rumores, una algarabía de nombres de todos los bagajes y orígenes posibles, un puzzle de piezas dispersas que hay que completar sin saber bien qué forma tienen.
Hace cuatro años, la formación del gabinete de Donald Trump fue extraña. Los primeros nombramientos parecieron más para contentar a gente y entornos que un esfuerzo por tener un gabinete con algún elemento en común. Nombró a Reince Priebus como jefe de gabinete para equilibrar su perfil de outsider y contentar al establishment del partido, para acto seguido premiar a dos de sus primeros valedores como candidato: el general Michael Flynn (asesor en seguridad nacional) y el senador Jeff Sessions (fiscal general).
No parecía que siguiera una estrategia concreta, simplemente el deseo de ir llenando espacios a medida que se le presentaba un candidato que podía pasar la prueba y contentar a las facciones que todavía tenían dudas de un Trump nada curtido en política: a Mike Pompeo, un ultraconservador que llegó a Washington en la oleada del Tea Party, le dio los mandos de la Agencia Central de Inteligencia (CIA); a Betsy DeVos, gran donante republicana, hermana del fundador de la controvertida empresa de mercenarios privados Blackwater y activista de las reivindicaciones de los favorables a colegios privados, le dio el departamento de Educación Pública.
Trump tardó un mes para decidir que un general (John Kelly) debía liderar Seguridad Nacional y ser la cabeza visible de sus políticas antiinmigrantes; cinco semanas para tener un jefe diplomático (el polémico Rex Tillerson, ex directivo petrolero con lazos con Rusia); más de 40 días para formar un equipo de comunicación.
Las nominaciones caían a cuentagotas sin ningún orden aparente, sin priorizar en absoluto. Llegaron a tener toques telenovelescos, con traiciones y decepciones, todos los ingredientes que piden los tabloides y la telerrealidad. La composición de su gobierno era una amalgama de empresarios multimillonarios, militares y figuras sin experiencia en el servicio público. Un Frankenstein del que sólo se han mantenido seis secretarios desde el principio, ninguno en las principales carteras.
Una oportunidad “de oro”
El acercamiento de Biden a su gabinete es diametralmente opuesto, en las antípodas de su predecesor. El demócrata, en su propósito de sanar “el alma de la nación” y poner de vuelta a Estados Unidos donde estuvieron hace cuatro años, ha entendido la composición de su gabinete de la misma manera que concluía el politólogo Cohen: como una oportunidad de oro para enviar mensajes al mundo.
El presidente electo, contrariamente a Trump, parece tenerlo todo estructurado. Presentaciones en sociedad en bloques temáticos, incluso haciéndolo en un orden concreto en función de la importancia que quiere darle en su gobierno.
Lo primero era recuperar la confianza en el mundo y en ese sentido presentó a su equipo diplomático. A la vez oficializó los nombres que encabezarán Seguridad Nacional y lo asesorarán en inteligencia, y marcó claramente su interés en frenar el cambio climático con la creación de un zar climático, cargo que cayó en el veterano John Kerry.
Días después, fue el turno de su equipo de comunicación, íntegramente femenino y muy experimentado, antagónico a la política pública trumpista. Un día después, el bloque económico, pilar fundamental para superar un país en plena depresión económica.
Luego fue el turno de la Secretaría de Salud, donde nominó a un hispano, el fiscal de California Xavier Becerra, defensor de Obamacare. Otro mensaje del presidente electo: tras el “retorno de Estados Unidos” al panorama global, la recuperación de la confianza en las agencias de inteligencia y la superación de la crisis económica, la lucha contra el coronavirus.
Dentro del equipo de salud confirmó al venerado Anthony Fauci como principal asesor médico, quien seguirá al frente del Instituto de Alergias y Enfermedades Contagiosas (NIH). Finalmente, Defensa, para el cual la nominación recayó en un afroestadounidense, el general retirado Lloyd Austin, de quien, además, se ha revelado que conocía a uno de los hijos de Biden, Beau, quien estuvo en el equipo de Austin cuando éste comandó a las fuerzas estadounidenses en Irak.
Todos los nominados de Biden, por ahora, tienen un currículum envidiable en el servicio público. Todos, desde Antony Blinken como secretario de Estado; Janet Yellen en el Tesoro o Alejandro Mayorkas en Seguridad Nacional, tienen credenciales de sobra en su ámbito. Reflejan, además, la diversidad que Biden quiere llevar a su gobierno.
Brendan Buck, veterano estratega y asistente de congresistas republicanos, calificó las designaciones de “maravillosamente aburridas”, en lo que considera es uno de los mayores halagos que podría recibir el gobierno posterior al caótico mandato de Donald Trump. Es lo que otros expertos describen como “carreristas”, personas con gran trayectoria que terminan en lo más alto.
Es también un mensaje de seriedad, de vuelta a la normalidad, de la importancia de la experiencia, de la importancia de decir a los estadounidenses —y al resto del mundo, especialmente a los aliados perdidos por el camino— que los Estados Unidos vuelven a tener el timón de la situación, dispuestos a poner a sus mejores bazas para lidiar con las múltiples crisis a las que se enfrenta. “Los adultos vuelven a estar al mando”, lo resumía el periodista Stuart Emmrich en la revista Vogue.
Todos los nombres que se han confirmado por el momento, y la mayoría de los que suenan para puestos todavía por decidir, tienen muchas reminiscencias de la era Obama, como si el gobierno de Biden no fuera otra cosa que el continuismo desde entonces.
Por el momento, el equipo que está armando Biden podría haber sido perfectamente el gabinete formado por una (ahora imposible) administración de Hillary Clinton en 2016.
No todo es impoluto en las selecciones de Biden, y han despertado algún resquemor o duda. La semana pasada, The New York Times apuntaba que varios de los nominados o incluidos en listas de futuribles son fundadores o exaltos cargos de la empresa de consultoría WestExec, como Blinken, poniendo sobre la mesa dudas éticas y de transparencia que tendrán que lidiar, especialmente los nominados cuando sean interrogados antes de su confirmación en el Senado.
Varios grupos temen que su presencia en el gabinete pueda derivar en tratos de favor a empresas con las que tuvo relación, o que sean puerta de entrada para aprovecharse de esa conexión.
“Joe Biden se comprometió a tener la administración más rigurosamente ética en la historia de EU, y todos los miembros del gabinete cumplirán reglas éticas estrictas”, aseguró uno de los portavoces de la campaña demócrata, Andrew Bates.
Después está la elección de Austin para liderar el Pentágono, que pone en guardia a la resistencia que defiende que al mando de Defensa debe estar un civil y no un militar, aunque esté retirado (de hecho, tendrán que pedir un permiso al Congreso al no llevar los años suficientes retirado para el cargo). Es la crítica que hicieron muchos a Trump cuando eligió al exgeneral James Mattis para su primer gobierno, y es una cuestión que volverá a presentarse y puede generar algún obstáculo.
Lo que de momento parece que es una certeza inmutable es que en el círculo cercano del futuro presidente no habrá nadie apellidado Biden, ni rastro de relación familiar o consanguinidad, ni retribuciones por apego personal sin tener en cuenta la valía para el cargo.