Washington.— El Partido Republicano está en horas bajas en Washington. Perdido el control en el Congreso y tras la derrota en la Casa Blanca, la salida de Donald Trump deja el partido a la deriva, y en la cuerda floja sobre qué le depara el futuro. Sin la figura del ya expresidente, están en la encrucijada histórica de decidir qué hacer con su futuro inmediato, cómo resolver la disyuntiva del presente.
El (segundo) juicio de impeachment contra Donald Trump debería ser el punto y final de la trama política del ya expresidente, el cierre definitivo de una etapa convulsa en Estados Unidos que ha dejado al partido republicano en una situación extraña, en una cuerda floja constante en la que hacer malabares con la retórica del expresidente y la tradición conservadora, entre el republicanismo y el populismo, entre el sentido centrista y el extremismo.
“Creo que el partido [republicano] sale del trumpismo mucho más consciente de que es una coalición y realmente enfrentándose a la pregunta, la lucha interna de cómo definirse, cómo encontrar votantes y expandir su electorado, cómo mantener su base entusiasmada, preguntas fundamentales que el partido tiene que tomar fundamentalmente”, dijo hace poco Yuval Levin, experto del American Enterprise Institute (AEI) en el podcast The Ezra Klein Show, del The New York Times.
La disrupción de Trump creó un terremoto en el Partido Republicano. Y ahora, tras su salida del poder, su aparente silencio político en una jubilación de momento muda, llega el tiempo de evaluar los daños, analizar la situación real en la superficie y en la profundidad de las placas tectónicas. Y las heridas, las fallas generadas son enormes: sin ningún poder que las oculte, hay que batallar por descubrir el alma del partido que queda.
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Según Levin, en los últimos cinco años el Partido Republicano “se ha permitido, en un grado demasiado grande, convertirse en un culto a la personalidad en torno a Donald Trump”, y ahora, con Trump en su resort de Florida sin dar demasiadas señales de vida —al menos públicamente—, se enfrentan a la gran pregunta de qué hacer con su futuro.
“Creo que hay una respuesta conservadora. Habrá una respuesta populista. Es inevitable que haya respuestas libertarias o empresariales a eso. Y eso serán los próximos años, básicamente una pelea en el partido por su propia identidad”, resumió.
El asalto al Capitolio del 6 de enero podría haber sido el punto de inflexión aprovechable para desechar de una vez por todas el trumpismo y todo lo que representa, y tratar de recuperar el Partido Republicano de antes de la irrupción de Trump en la esfera política. Pero la influencia del expresidente todavía es enorme, como se ha demostrado con el resultado del juicio de impeachment que terminó este sábado.
Pocos han osado desafiar el legado de Trump. A pesar de que ha sido el juicio político con más voto bipartidista de la historia, el transfuguismo ha sido ridículo: sólo siete de los 50 senadores republicanos votaron con los demócratas para condenarle. Sólo parecen haberle perdido el miedo aquellos que ya no tienen que enfrentarse a los electores porque se retiran de su cargo, todavía les quedan al menos cinco años para volver a ponerse ante las urnas o, simplemente, ya tienen creada la imagen antitrumpista, como Mitt Romney.
Tratar de eliminar a Trump de la escena política es visto como un suicidio para las élites conservadoras, y de ahí la dificultad de distanciarse de él. Su ascendencia e importancia sigue siendo incuestionable, especialmente con una base tan activa, radical y ciega que cree en su mensaje.
“Voy a ir [esta semana] a tratar de convencerle de que no podemos llegar [a ningún lado] sin él, que no podemos mantener el movimiento de Trump sin un partido unido”, dijo el viernes Lindsey Graham, senador aliado del expresidente.
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Los republicanos “tenían muchos problemas antes de lo que pasó en el Capitolio”, dijo hace un mes el exsenador Jeff Flake, una de las voces más críticas de la deriva del Partido Republicano desde hace años y que renunció a su curul por este motivo, a la radio pública estadounidense. “Ahora son más profundos”, añadió.
En los últimos días se han visto claros ejemplos de la dificultad de transitar en estos primeros compases del posttrumpismo, en cómo jugar con las facciones que tiene en su interior. Por ejemplo, en la falta de respuesta contundente ante la llegada a su grupo de la congresista Marjorie Taylor Greene, seguidora de la teoría de la conspiración de QAnon y que no recibió reprimenda de sus colegas republicanos cuando resurgió un video en el que se la veía hostigando a un joven víctima de un tiroteo en un centro escolar. O la tensión vivida en el interior del partido cuando tuvieron que debatir qué hacer con la número tres en la Cámara de Representantes, Liz Cheney, tras decidir que votaría a favor del impeachment contra Trump.
La otra imagen clara del poder que todavía tiene Trump, y a la vez el deseo de despegarse de su legado, es la ambivalencia del senador Mitch McConnell en la resolución del juicio del impeachment: mientras votaba para absolverlo, le criticaba por su retórica violenta y su difusión de teorías de la conspiración; decisión que dejó estupefactos a muchos, pero que dejó claro el difícil papel en las maniobras que tienen por delante. “Los senadores republicanos escaparon de la turba de Trump, pero todavía no de Trump”, escribía la periodista Susan Glasser en su columna semanal en la revista The New Yorker.
De hecho, ya han empezado las deserciones. Grandes nombres del conservadurismo más centrista hace tiempo que están desertando del partido, y desde el asalto del 6 de enero los número se han multiplicado: al menos 4 mil 600 republicanos cambiaron su afiliación partidista sólo en Colorado, según un análisis de la radio pública de ese estado. Las deserciones también se contaron por miles en otros estados como Carolina del Norte, Arizona y Pennsylvania. Según el The New York Times, al menos 140 mil republicanos han eliminado su afiliación republicana en 25 estados. “No queda nada en el Partido Republicano para mí, y es algo muy triste”, dijo la exrepublicana Heidi Ushinski, de Arizona, al diario neoyorquino.
El número de legisladores que se retiran de la vida política por la toxicidad de Trump en el Partido Republicano sigue creciendo. Pero, a su vez, candidatos claramente ligados al expresidente, como su exportavoz Sarah Huckabee Sanders, intentan lanzar su carrera política —en su caso a la gobernación de Arkansas— con la plataforma trumpista. Incluso se rumorea que su nuera, Lara Trump, está pensando en optar a un asiento al Senado por Carolina del Norte; incluso su hija Ivanka estaría rumiando optar a representar Florida en Washington.
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La congresista Greene, una de sus seguidoras más fieles, asegura que el partido republicano sigue siendo “el partido de Donald Trump”. El expresidente, en su tradicional actuación de insinuar golpes futuros sin dar detalles, simplemente por tener a la audiencia enganchada a su próximo paso, insiste que su movimiento político sólo acaba de empezar.
Mientras se define, el republicanismo tiene que tomar sus primeras decisiones. Lo ideal, según la exembajadora en Naciones Unidas Nikki Haley, sería “tomar lo bueno que hemos construido [con Donald Trump], dejar lo malo que él hizo, y volver a un lugar donde podamos ser un partido bueno, valioso y efectivo”, dijo en declaraciones a Politico, en su primer alejamiento claro al expresidente con la mirada claramente centrada en sus aspiraciones presidenciales.
Esa idea, naif al menos de momento, es prácticamente imposible de llevar a la práctica.