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Moscú.— Cuando el presidente de Rusia, Vladímir Putin, se vea hoy en Helsinki con su colega estadounidense, Donald Trump, se sentirá casi como en casa en un país que fue dominio ruso durante todo el siglo XIX y que ha mantenido relaciones privilegiadas con su gran vecino del este.
El Palacio Presidencial de Helsinki en el que se encontrarán los líderes de las dos grandes potencias mundiales fue residencia de los zares rusos, y desde sus ventanas se abre la vista a la catedral Uspenski, la iglesia ortodoxa más grande de Europa Occidental.
Finlandia, hoy uno de los países más desarrollados y con el nivel de vida más alto del mundo, no guarda malos recuerdos de los tiempos en los que formaba parte del Imperio Ruso, que le devolvió competencias de autogobierno tras siglos de dominio sueco.
Lo demuestra el monumento al zar ruso Alejandro II en la principal plaza de Helsinki, dedicado al monarca por devolver a Finlandia su Parlamento. Le fue aún mejor a partir de la Revolución Bolchevique de 1917, que le otorgó la independencia que nunca tuvo hasta entonces.
Tras un periodo de hostilidades durante la entreguerra y la Segunda Guerra Mundial, Finlandia se entregó a una neutralidad que le permitió erigirse en un socio comercial privilegiado de la URSS.
Un acuerdo de Amistad y Cooperación soviético-finlandés de 1948 fijaba el estatus de neutralidad política y militar de Finlandia, y esa condición la convirtió en una plaza perfecta para hacer de puente entre Rusia y Occidente, papel que vuelve a asumir al albergar esta cumbre.