Washington.— Cuando preguntaron a William Morva si tenía algo que decir antes de morir, simplemente respondió que no. Minutos después, en ese 6 de julio de 2017, una inyección letal acababa con la vida de Morva, y le convertía sin saberlo en el último ejecutado de la historia en el estado de Virginia.
Hubo intentos para frenarlo. Las peticiones al por entonces gobernador Terry McAuliffe fueron totalmente infructuosas, incluida la petición de clemencia de Rachel Sutphin. En 2006, Morva asesinó al padre de Sutphin, un suboficial de policía; sin embargo, Sutphin fue una de las voces más activas en pedir que no se ejecutara al condenado, que por entonces tenía diagnosticada una enfermedad mental; a la petición de clemencia se habían añadido legisladores, la Unión Europea (UE), funcionarios de las Naciones Unidas y decenas de activistas.
No sirvió de nada. McAuliffe, que dijo que “personalmente” estaba en contra de la pena de muerte, se escudó en que tenía que cumplir la ley por encima de sus creencias y moralidad para no otorgar clemencia. “Parece un sistema injusto”, decía Sutphin, “ejecutar a alguien no me traerá a mi padre de vuelta… sólo es otra persona muerta”.
La hija del suboficial de policía no estuvo en el momento de la ejecución del asesino de su padre. “Recuerdo que no sentí que me trajera ningún consuelo”, dijo hace unos meses a The Appeal. No sintió como se otorgaba justicia ni como se llenaba el vacío que le había dejado el asesinato de su padre: lo único que había conseguido era causar “más trauma y más dolor”, con dos familias, la suya y la de Morva, de duelo.
78% de los ejecutados en Virginia en el siglo XX eran afroamericanos: Death Penalty Information Center.
La excusa de McAuliffe, ahora mismo, ya no tendría sentido. Básicamente porque, desde hace unas semanas, Virginia abolió la pena de muerte en su estado. Sutphin, después de la ejecución de Morva, escribió una carta a la opinión pública asegurando que su desacuerdo con la pena de muerte “por razones morales y religiosas” era firme.
“He luchado y continuaré luchando por la clemencia de todos los presos en el corredor de la muerte hasta que Virginia declare la pena de muerte inconstitucional”, añadió.
Ese día llegó. El pasado 24 de marzo, el actual gobernador, Ralph Northam, firmó la ley que abolía la pena de muerte en ese estado. “No hay lugar hoy en día para la pena de muerte en esta mancomunidad [de Virginia], en el sur o en esta nación”, dijo en el acto de proclamación.
“Terminar con la pena de muerte se reduce en una pregunta fundamental, sólo una pregunta: ¿es justa?”, se preguntaba el gobernador tras visitar unas cámaras de ejecución que nunca más se van a usar en su estado. “Justa significa que se aplica de forma igualitaria a todo el mundo, sin importar quién son. Y justa significa que se hace cómo se debe, que la persona castigada por el crimen ha cometido el crimen. Pero todos sabemos que la pena de muerte no satisface estos criterios”, resolvió Northam.
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El caso de Virginia es histórico por varios motivos. En primer lugar, porque en ningún otro sitio se ha matado tanto a través de la pena de muerte: se calcula que, desde la época colonial en el siglo XVII, más de mil 300 personas han sido ejecutadas, más que en cualquier otro estado de EU. Pero todavía más significativo es que es el primer territorio exconfederado en abolir la pena de muerte, y que con Virginia más de la mitad del país ha eliminado o es prácticamente inexistente el castigo capital: en 23 estados está prohibida y en tres hay una moratoria de aplicación sin fecha de vencimiento.
Según datos del Death Penalty Information Center (DPIC), desde 1976, cuando terminó una pausa de facto de cuatro años en las ejecuciones por una decisión del Supremo, Virginia había ejecutado 113 reos, el segundo estado más letal sólo por detrás de Texas (569).
“Las administraciones tanto de Barack Obama como la de Donald Trump reconocieron las amenazas y peligros que representaba la migración ilegal”; Carta a Biden de Sheriffs.
El camino hacia la abolición en todo el país es prácticamente imposible, a pesar de que el apoyo contra la pena de muerte parece encaminado hacia una agónica desaparición. Según el DPIC, Virginia es el decimoprimer estado que elimina la pena de muerte en los últimos 16 años; sin embargo, sólo un 43% de los estadounidenses se oponen a ella, según una encuesta de hace unos meses de Gallup; una cifra que va al alza y que es la más alta desde 1966.
El tema de la pena de muerte es también un síntoma de la disparidad racial del sistema judicial. Según datos del DPIC, un 78% de los ejecutados en Virginia en el siglo XX eran afroamericanos; en el último siglo, 73 afroamericanos fueron ejecutados por delitos de violación o robo armado, pero ningún blanco.
En 23 estados está prohibida la pena de muerte y en 3 hay moratoria de aplicación sin fecha de vencimiento.
Todo eso en conjunción lleva a que la reflexión sea profunda, y que se aviste el fin de la pena de muerte en algún momento. “Hay una sensación de inevitabilidad de que la pena de muerte va a desaparecer”, dijo Robert Dunham, director ejecutivo del DPIC a la CNN recientemente. “Quizá no este año, quizá no el próximo, pero hay la sensación de que pasará”, sentenció. Por ahora, todavía hay unas 2 mil 500 personas en el corredor de la muerte.
Algunos activistas creen que la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca puede impulsar un cambio de paradigma, especialmente por el antagonismo que representa con su antecesor. Donald Trump, en sus últimos siete meses como presidente, rompió 17 años sin ejecuciones de prisioneros federales y permitió la muerte de 13 prisioneros en el corredor de la muerte, cinco de ellos cuando ya había perdido la reelección.
“[Biden] tiene grandes preocupaciones sobre si la pena capital tal y como está actualmente implementada es consistente con los valores que son fundamentales en nuestro sentido de la justicia”, declaró hace unos días la portavoz presidencial, Jen Psaki.
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Una primera prueba de fuego sobre lo agresivo que quiera ser Biden en su posición sobre la pena de muerte la tiene ya sobre la mesa, y es un caso de alto calibre: tiene que decidir si el gobierno de Estados Unidos sigue con su cruzada en el Supremo para que se restablezca la sentencia capital contra Dzhokhar Tsarnaev, el autor del atentado en la maratón de Boston de 2014. Si decide que el Departamento de Justicia no debe insistir en que se imponga la pena de muerte contra Tsarnaev, el mensaje será claro y meridiano sobre hacia dónde quiere que vaya el país, y augurará un nuevo freno en las ejecuciones de presos por delitos federales.
Descartar la petición de pena de muerte a Tsarnaev (y otros presos por delitos federales) es una petición que cuenta con el apoyo de expertos de Naciones Unidas. “Urgimos al presidente [Biden], así como a los miembros del Congreso, que apoyen con contundencia los esfuerzos legislativos para abolir formalmente la pena de muerte a nivel federal”, escribieron a principios de marzo los expertos, quienes propusieron además acciones más contundentes y definitivas, como ligar fondos federales de los estados para aquellos quienes busquen sentencias alternativas, o la prohibición de la venta de sustancias que se usan para las inyecciones letales.
“No hay tiempo que perder”, terminaba la carta de los expertos internacionales.