Cuando el domingo 28 de febrero de 1954 en el atolón Bikini, en el Pacífico, estalló la bomba Castle Bravo -la mayor explosión nuclear jamás realizada por Estados Unidos-, la potencia de 15 megatones fue tres veces mayor a la estimada en el diseño. Por eso, el área de evacuación fue mucho menor a la que hubiera sido necesaria, y la población en tierra sintió los efectos del desproporcionado estallido.
“A eso de las seis de la mañana de ese domingo, la explosión sacudió todo el atolón de Rongelap, a 150 kilómetros de Bikini”, recordó en diálogo con La Nación el sobreviviente Elio Boas, de 70 años, que en aquel momento tenía 5 años y ahora vive en Utah, Estados Unidos.
“El cielo se puso primero color rojo sangre. Después comenzó a caer lo que pensábamos que era nieve. Sólo descubrimos más tarde que se trataba de lluvia radiactiva nuclear. Los chicos de nuestro atolón se emocionaron al ver la ‘nieve’, algo totalmente inusual, que se acumulaba sobre nuestros alimentos y en el suelo. Algunos de mis amigos incluso comieron la ’nieve’ y luego enfermaron gravemente”, agregó Boas.
Lee también: Francia frena a la ultraderecha; izquierda logra mayoría simple en elecciones, según sondeos
La Castle Bravo, mil veces más potente que la bomba de Hiroshima, fue la mayor de las 67 explosiones realizadas entre 1946 y 1958 por Estados Unidos para probar sus armas nucleares en el área, en lo que en aquel momento era un fideicomiso norteamericano y desde 1979 es un país independiente, las Islas Marshall, formado por cinco islas y 29 atolones (islas de forma anular), incluidos Bikini y Rongelap.
Tres estudios de la Universidad de Columbia en Estados Unidos publicados en 2019 constataron que los niveles de radiación en algunos puntos de las Islas Marshall aún son en la actualidad más altos que en las centrales atómicas donde se produjo el desastre de Chernobyl en 1986, en Ucrania, y en Fukushima, en 2011, en Japón. Las concentraciones de plutonio en el suelo de alguno atolones son entre 15 y mil veces más altas que en las muestras actuales de Ucrania y Japón.
Un beneficio impensado es que la altísima radiactividad de la zona mantiene alejados del lugar a barcos pesqueros y presencia humana. Así, los atolones de la zona se han convertido en un santuario de vida marina, con abundantes peces y corales.
Pero Benetick Kabua Maddison, líder de la Marshallese Educational Initiative, con sede en Arkansas, llevó en noviembre pasado el reclamo de los marshaleses a la ONU, en la reunión de países del Tratado de No Proliferación Nuclear, donde dio un discurso en el que pidió que Estados Unidos “se haga cargo de su legado nuclear” y de los daños causados por sus ensayos. “Si Estados Unidos sigue teniendo billones de dólares para gastar en guerras y armas nucleares, también tiene que poder abordar las consecuencias de su legado nuclear en las comunidades y países donde realizó sus ensayos atómicos”, dijo Maddison en diálogo con La Nación.
“Los marshaleses en altísima proporción siguen padeciendo cáncer y otras enfermedades directamente relacionadas con la energía nuclear, además de la contaminación de nuestras tierras por los ensayos nucleares y la necesidad de tener que importar alimentos para nuestra supervivencia”, agregó Maddison.
La historia de ese paraíso del Pacífico cambió para siempre poco después del final de la Segunda Guerra Mundial y de las bombas lanzadas en Japón en 1945. En plena Guerra Fría las grandes potencias siguieron adelante con sus ensayos nucleares. Y Estados Unidos necesitaba un lugar mucho más aislado que Los Álamos, en el estado de Nuevo México, donde se habían realizado hasta entonces los experimentos. Debido a su ubicación alejada de las rutas aéreas y marítimas habituales, Bikini fue elegido entonces como nuevo campo de pruebas nucleares por el gobierno de Estados Unidos.
Aunque antes de los ensayos desde Washington se ordenaron deportaciones masivas de los habitantes de Bikini hacia el atolón Rongerick, a 200 kilómetros de distancia, muchos pobladores regresaron luego por su cuenta exponiéndose a masivas dosis de radiactividad.
Pero Rongelap -61 islotes con un total de 8 km2-, donde vivía la familia de Elio Boas, no era considerada un área de riesgo... hasta que estalló Castle Bravo aquella mañana del 28 de febrero de 1954.
Lee también: "Estamos en peligro de extinción"; Barcelona vive su primera marcha contra el turismo de masas
“Antes de las pruebas nucleares, Rongelap era un lugar con sólo 86 habitantes, una comunidad muy unida donde todos nos conocíamos. La vegetación exuberante, las playas vírgenes y las aguas cristalinas formaban un paraíso que tuvimos la suerte de poder llamar hogar”, recordó Boas con nostalgia en su diálogo con este diario.
“No sé si será porque es mi recuerdo de una infancia feliz, pero Rongelap era mucho más que el lugar donde vivíamos; era un santuario lleno de vida en la tierra y en el mar, un refugio donde nos sentíamos seguros”, agregó.
Tres días después del estallido de Castle Bravo y de la “nevada” en Rongelap llegaron al atolón unos hombres extraños vestidos de pies a cabeza con trajes protectores, y ordenaron a todos los habitantes que empacaran sus pertenencias y subieran a los botes. Sin más explicaciones, toda la población fue traslada al atolón Ejit, donde ya había evacuados de Bikini.
“En Ejit, toda mi familia empezó con enfermedades derivadas de las pruebas nucleares. A mí me diagnosticaron cáncer de tiroides. Mi mamá y mis hermanas tuvieron problemas de fertilidad y dieron a luz extraños bebés gelatinosos, sin huesos, que nacieron muertos. Cuando me diagnosticaron cáncer de tiroides los médicos de la isla no sabían demasiado de las consecuencias de las bombas y cómo eso podía afectar mi salud. A todos nos aparecieron úlceras y llagas en la piel que no cicatrizaban”, recordó Boas.
A fines de los años 70, cuando los ensayos nucleares ya habían finalizado y las Islas Marshall eran aún un fideicomiso norteamericano, el gobierno de Estados Unidos trasladó al atolón Enewetak, los residuos radiactivos de sus ensayos y los enterró bajo una frágil estructura de cemento Portland de 115 metros de diámetro que tiene apenas 46 centímetros de espesor. Ese sitio es conocido como el Runit Dome. El propio Departamento de Energía de Estados Unidos confirmó en 2020 algunas fisuras en la cúpula.
Para la lenta degradación de los elementos atómicos -el plutonio 239 tienen una vida promedio de 24 mil años-, las siete décadas transcurridas desde los ensayos nucleares es un tiempo insignificante. Las consecuencias se siguen sintiendo y la alta radiactividad de la zona afecta aún hoy a los 41 mil marshaleses y a todo su hábitat. Por eso sus líderes llevan a todos los foros el reclamo.
“Pareciera como que el gobierno de Estados Unidos está esperando que desaparezca por completo la generación directamente afectada por los ensayos nucleares, confiando en que sus responsabilidades mueran con ellos. Pero los efectos continuarán en nuestros hijos, nietos y más allá. ¿Cuánto más tenemos que sufrir?”, preguntó a La Nación Benetick Maddison.
En 1986, cuando las Islas Marshall buscaban avanzar en su proceso de independencia, aceptaron presionadas por Estados Unidos el llamado “acuerdo completo y definitivo”, con una compensación mínima de 150 millones de dólares por los daños. El reclamo ahora es el pago de una indemnización más integral en la que Washington realmente asuma las consecuencias que tiene y tendrá en la población marshalesa su legado nuclear.
El rechazo global que provocaron los ensayos de esas bombas en tiempos de paz en el atolón de Bikini, llegó en aquel momento incluso al mundo de la moda. En 1946, los diseñadores franceses Jacques Heim y Louis Réard crearon un traje de baño de dos piezas al que bautizaron “atome”, por ser la partícula más pequeña de la materia. Pero luego, en repudio a las pruebas en el atolón de las Islas Marshall, Réard rebautizó su creación como “bikini”, el nombre con el que luego se popularizó.
Con el paso de los años, aquellas protestas se fueron diluyendo, pero para los marshaleses que aún viven en las zonas menos contaminadas, y aquellos que tuvieron que emigrar, el reclamo se mantiene vigente.
“La promesa que nos hicieron a comienzos de marzo de 1954 de que pronto podríamos regresar a nuestro atolón de Rongelap, cuando finalizaran las tareas de limpieza, nunca se cumplieron”, señaló Elio Boas. “Mientras estemos vivos no nos vamos a cansar de presionar a Estados Unidos para que asuma su responsabilidad y su obligación de devolvernos a un hogar seguro y sin contaminación”, concluyó.