San José.- Atada al multimillonario negocio de la trata de personas con fines de explotación, la esclavitud laboral se agravó en 2020 en América Latina y El Caribe por el acelerado aumento del desempleo como una de las secuelas socioeconómicas del fuerte impacto del coronavirus.
El fenómeno atacó un escenario ideal de desocupación: millones de latinoamericanos y caribeños que, desesperados al perder su trabajo por cierre temporal o definitivo de millares de compañías privadas por el azote indirecto de la enfermedad, están dispuestos a aceptar un empleo sin importar si oculta una esclavitud moderna. Los conflictos por una prolongada servidumbre de bolivianos en Brasil, de colombianos en Colombia y de hondureños en Honduras surgieron como ejemplos de dramas individuales o grupales en coincidencia con la pandemia, con líos semejantes encubiertos por el enigma en otras naciones.
Uno de los casos más conflictivos brotó con crudeza este mes en Costa Rica, aunque ha existido por décadas: mano de obra barata de miles de nicaragüenses que entran ilegalmente a este país a sumarse a tareas agrícolas, ganaderas, servicio doméstico y seguridad, pero sin garantías laborales, con engaños financieros y obligados al silencio por carecer de legalidad migratoria. “Esto es una mafia tremenda. Es algo terrible”, dijo el costarricense Juan Carlos Bolaños, dirigente comunal y director de Flecha TV de San Carlos, municipio del norte de Costa Rica fronterizo con el sur de Nicaragua.
“Algunos patronos de este sector se apropian de parte del salario de los nicaragüenses, porque les deducen las cuotas de seguridad social, aunque lo hacen a nombre de empresas inexistentes” y sin vínculo con la (estatal) Caja Costarricense de Seguro Social, aseguró Bolaños a EL UNIVERSAL. “La práctica” de explotación y de trampa con los sueldos “se repite” en la región con nicaragüenses que trabajan todo un día por sólo 5 dólares, narró.
El panorama se complicó esta semana al aumentar las cifras de nicaragüenses contagiados y convertir al norte de esta nación en epicentro del Covid-19, pese a que Costa Rica estableció desde marzo anterior severos controles migratorios limítrofes para contenerlo mientras Nicaragua se resistió a adoptar medidas de urgencia sanitaria.
Indigno
“El uso de mano de obra migrante [irregular] nicaragüense se ha prestado para su explotación, irrespetando sus derechos y las condiciones mínimas de su dignidad humana”, denunció el costarricense Óscar Salas, presidente de la Cámara de Agricultura Orgánica de Costa Rica, gremio privado con inversiones en el norte del país.
“Hay una práctica arraigada en agroindustrias de la zona norte que montan empresas de transporte con personas para reclutar trabajadores de uno u otro lado de la frontera, reubicarlos en puntos específicos y pasar inadvertidos para las autoridades. Nadie puede decir que ignora esto”, aseveró Salas a este diario.
Para el abogado hondureño José Luis Baquedano, asesor legal de la Confederación Unitaria de Trabajadores de Honduras (CUTH), “por efecto del virus, la subsistencia es terrible para quienes, de la noche a la mañana, quedaron sin ingresos y se acomodan a la vulneración de derechos laborales y humanos.
“Se arriesgan a cualquier actividad laboral hasta el grado de la esclavitud, con tal de tener una entrada de dinero para poder alimentar a su familia, que es lo prioritario”, adujo Baquedano a este periódico.
Durante 28 días de marzo a abril de este año, la colombiana Edy Fonseca, de 51 años, sufrió esclavitud laboral porque fue obligada a permanecer indefinidamente como vigilante de un edificio en Bogotá, lo que complicó su salud. Por esas fechas, el colombiano Hélber Bolívar, de 56, padeció una experiencia idéntica por 50 días en una bodega de esa ciudad.
Víctimas de trabajo forzoso, estuvieron retenidos, sin permiso de salir y sin beneficios adicionales y en situaciones menesterosas para alimentarse y descansar. Los casos están en indagación estatal y se unieron a otras 131 mil víctimas de trabajo forzado en Colombia, según el Observatorio Laboral de la (no estatal) Universidad del Rosario, de Bogotá.
Fonseca vivió “un martirio”, contó el colombiano Nixon Forero, abogado de la mujer, a este periódico. Los empleadores “en ocasiones privan de su libertad” a los trabajadores, subrayó. “Todas estas son conductas que, nacional e internacionalmente, pueden relacionarse con los delitos de secuestro, constreñimiento ilegal o trata de personas con fines de explotación laboral”, alegó.
En una trama regida por esos términos jurídicos, dos migrantes irregulares bolivianas quedaron atrapadas en un taller de costura en Brasil, de marzo a mayo de este año, en un rito de unas 14 horas de trabajo, sin permiso de salir, con precaria alimentación y un salario esporádico de unos 76 dólares para ambas.
Las dos fueron rescatadas, continúan en Brasil y su pesadilla sólo repitió la que siempre padecen miles de bolivianos a diario en esa nación: esclavitud laboral.