Washington.- Joe Biden (Scranton, 1942) había intentado dos veces llegar a ser el candidato a la Casa Blanca por el Partido Demócrata sin éxito. Era el favorito indiscutible para intentarlo una vez más en 2016, justo después de terminar sus ocho años de fiel escudero y vicepresidente de Barack Obama. Pero la vida le guardaba un vuelco rotundo: en mayo de 2015, su hijo Beau moría de cáncer de cerebro y el duelo, profundo, obligó a renunciar a un sueño que llevaba décadas persiguiendo.
Es una decisión de la que se arrepintió poco después,“pero era la decisión correcta para mi familia y para mí”, repetía en todas las entrevistas que le preguntaban por eso. Sin embargo, este 2020 volvió la oportunidad y, tras un inicio espantoso y tras una remontada milagrosa empujada por la fuerza de la maquinaria demócrata y el establishment de Washington, Biden, a sus 78 años, está a un solo paso de ser el inquilino del Despacho Oval; y, de conseguirlo, ser el mandatario que inicia su presidencia con tanta edad.
Le agarra casi a contrapié y con un traje de visitante del pasado que llega para salvar el futuro. Él mismo se ha autoimpuesto el título de (futuro) presidente “de transición”, puente entre su generación y la de nuevos líderes que ya le presionan para que deje su traje de moderación del último medio siglo y abrace la deriva progresista del Partido Demócrata. Nunca ha sido un transformador, más cómodo en la política tradicional y el clasicismo, pero los tiempos mandan y la urgencia, también.
Biden llega al punto culminante de su vida con una imagen de decencia y tradición, de estabilidad de aquello conocido. Todo el mundo sabe quién es, su amor por los helados, su pasión por los coches antiguos, su afición por las gafas de sol estilo aviador marca Rayban.
Biden se basa en esa popularidad, en su experiencia no sólo como vicepresidente de Barack Obama, sino como servidor público por más de cuatro décadas. No tiene un historial impoluto, al contrario. Las manchas en su carrera política, empezando por el trato a Anita Hill, la mujer que acusó de abuso sexual al futuro juez del Supremo Clarence Thomas, es algo que no se ha quitado nunca de encima. Sus “comportamientos inadecuados” con mujeres, excesivamente cariñoso y con incluso alguna denuncia de abuso sexual, tampoco son buenas marcas en su historial.
Algo que suple y opaca con su mayor virtud: la empatía. No es el mejor orador político, pero gana en las distancias cortas con su pasión. Es un político que habla a la antigua, con palabras como “malarkey” (bobadas) ya en desuso. Pero eso le agranda la concepción de una empatía ganada a base de una política de cuerpo a cuerpo y una acumulación de experiencias y tragedias que han marcado toda su vida pública, desde los inicios: recién elegido por primera vez al Senado, cuando todavía no tenía 30 años, su esposa y su hija murieron en un accidente de coche. Padre viudo de la noche a la mañana, y ayudado por su catolicismo practicante sería el segundo presidente católico de la historia, tras JFK- tomaría su primera gran decisión para el futuro: hacer cada día el trayecto de su casa a Washington en tren.
Hay dudas sobre Biden. Los conservadores alertan de su deriva progresista, dejándose influenciar por las corrientes de la izquierda; algo a lo que él ha querido poner freno, asegurando que es un candidato propio. Además, en ocasiones se le ha visto perdido, con dificultad para enlazar el discurso.
Su mayor virtud, el contacto con la gente, ha sido inexistente por culpa de la pandemia.
Se ha tenido que reinventar para presentarse como alguien opuesto a un rival con el que comparte ser un hombre blanco de más de 70 años. Cuando aparece en escena trata de ser el político de mensaje contundente, el sanador de heridas, el unificador, el superhéroe con mascarilla para salvar el alma de un país dividido.
Las encuestas apuestan por él. La duda es si la oportunidad le ha llegado tarde en su carrera, o si por el contrario este martes puede quitarse la espina y poner el broche final a lo que sería más de medio siglo de vida política.