Hace cuatro años, Donald Trump se declaró ganador de las elecciones presidenciales sin haber nada aún que respaldara sus declaraciones. Lo hizo no con la certeza del triunfo, sino como un arma para hacer lo que hizo después: poner en duda la legalidad de la elección y desatar la ira de sus simpatizantes, con el resultado que todos vimos el 6 de enero de 2021.

La turba hizo claro su deseo de colgar al entonces vicepresidente, Mike Pence, por negarse a hacer algo que era ilegal y no estaba en sus atribuciones: negarse a certificar el resultado de la elección. Muerte a Nancy Pelosi, la entonces presidenta de la Cámara de Representantes, fue otro de los lemas favoritos de aquella lamentable jornada.

El orden, las instituciones y la democracia prevalecieron. Joe Biden asumió el 20 de enero de 2021 como presidente de Estados Unidos pero, a diferencia de elecciones previas, Trump nunca concedió la derrota, ni la concede, hasta ahora.

En estos cuatro años, el republicano ha insistido, mentirosamente, en que le robaron la elección. Ni una sola de sus múltiples demandas alegando fraude prevaleció. Pero eso no le importa. Sabe que perdió, pero no es el punto.

El punto es que sus simpatizantes, la gente que le cree, está convencida de que Trump es una víctima a la que le robaron el triunfo y busca la revancha.

Durante toda la campaña, el expresidente ha sembrado dudas sobre el actual proceso electoral, asegurando que los indocumentados están votando, que las boletas del voto anticipado han sido llenadas por decenas por una misma persona, con un mismo tipo de letra; que el voto por correo está corrompido y que sólo con un megafraude podría él perder las elecciones.

Han sido cuatro años de golpes constantes a los cimientos democráticos de un país donde, hasta ahora, los candidatos, una vez resueltos los procesos legales a que tienen derecho en caso de dudas sobre los resultados, aceptan sus derrotas y dejan que el país siga funcionando.

Trump no. Sin haber una sola prueba, tacha a Estados Unidos de ser una república bananera donde se cometen fraudes masivos, mientras países con historial de fraudes observan en silencio. Esta vez, incluso en estados republicanos se busca impedir la presencia de observadores, algo que ocurre en otros países pero, hasta ahora, no en la primera potencia mundial.

Es un hecho que Trump, como hace cuatro años, se declarará ganador de las elecciones, el mismo martes, quizá, a pesar de que todas las previsiones indican que el resultado será tan cerrado que no se conocerá ese mismo día, sino días después, a la espera de contar todos los votos.

Trump lo sabe, pero el objetivo es el mismo que hace cuatro años: declarado ganador, cualquier realidad que se oponga a sus dichos no puede ser sino una mentira. Esa es la idea que busca cimentar en sus simpatizantes, atizando el fuego y alistándolos para defender su triunfo, real o no, a cualquier precio.

Las encuestas revelan que en Estados Unidos reina un ambiente de incertidumbre, de miedo. Nadie sabe qué va a pasar si Trump gana, o si pierde.

No reconocerá su derrota, en caso de que pierda, ese es otro hecho. Si ello, derivará en brotes de violencia poselectoral en los próximos días, está por verse. El escenario está puesto para que Estados Unidos se convierta en un campo de batalla, donde, además de las personas que puedan resultar lastimadas, las instituciones y el respeto al juego democrático pueden, esta vez, quedar tendidos en el suelo, debilitadas como ya lo están por cuatro años de golpeteo. No es un panorama que sirva a Estados Unidos, pero sí a Trump, un hombre al que no le importan sino dos cosas: ganar y vengarse. Con nada que perder, sin otro periodo presidencial qué buscar, Trump, si gana, llegará a la Casa Blanca convertido en dinamita pura, sin alguien que lo detenga.

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