En realidad, más que unas elecciones, lo que ha vivido Estados Unidos es un plebiscito, un veredicto sumario sobre la presidencia de Donald Trump.
Para millones de estadounidenses no importa demasiado si el candidato opositor se llama Joe Biden, si sus tesis y proyectos de gobierno son más o menos atractivos: lo que importa única y exclusivamente para más de la mitad de los votantes estadounidenses es que Trump se vaya de la Casa Blanca, que termine lo que para millones de ciudadanos ha sido una anomalía en la historia política de ese país.
Al margen de lo que suceda en las próximas semanas con las impugnaciones que ya preparara el equipo legal de Donald Trump, es un hecho irreversible que el candidato demócrata, por segunda ocasión consecutiva, conseguirá la mayoría de los votos totales emitidos por la gente, el voto popular que también ganó hace cuatro años Hillary Clinton.
Este hecho debe conferir la legitimidad necesaria a Biden para ocupar la presidencia, por encima de cualquier artilugio legal que introduzcan los asesores de Trump. En cualquier democracia quien gana más votos obtiene la victoria. Estados Unidos continúa aplicando esa pieza de museo política donde se elige no al presidente sino a un grupo de delegados que a su vez elegirán al primer mandatario.
En los años 90 hubo un intento serio por cambiar esta manera de seleccionar al presidente, pero una coalición de estados pequeños o con baja población se opusieron bajo el argumento de que este sistema les garantiza una presencia política que, de otra manera, sería monopolio de los estados más grandes y más densamente poblados. Las cosas se quedaron tal cual como en el inicio de la República y ahora vemos el resultado contrario: que dos o tres estados pequeños o medianos determinan la voluntad del pueblo estadounidense.
Esto no hace más que confirmar el hecho de que la objetividad no existe en la política. Hay elementos de sobra para afirmar para que la presidencia de Trump fue un fracaso, aunque sólo fuera por el hecho de que gobernó exclusivamente para su base y fustigó a quienes no pensaran como él. Su presidencia desató grandes fricciones raciales y las convirtió en un movimiento político y cultural: Black Lives Matter y enfrentamientos abiertos que no se registraban desde los años 60.
En el plano internacional, su política exterior pasará a la historia como un ejercicio de aislamiento y destrucción sistemática de los grandes acuerdos e instituciones mundiales: destrucción de la Alianza Atlántica, retiro de la OMS en plena pandemia, del Acuerdo Ambiental de París, del Tratado Trans Pacífico, del pacto nuclear con Irán y, también hay que decirlo, de una relación con México que a lo largo de tres décadas había logrado privilegiar la cooperación sobre los reclamos y la imposición.
Biden tendrá que hacer frente a estos desafíos, de suyo colosales, en un ambiente que rebasa la polarización para adentrarse en el terreno del enfrentamiento político y probable desacato a la autoridad. Hay que recordar que Donald Trump tendría el derecho constitucional a presentar su candidatura dentro de cuatro años, toda vez que solamente ocupó la Casa Blanca por un periodo. Ningún presidente que haya perdido la reelección lo intentó en el pasado, ni Hoover, ni Carter ni Bush Sr.
Pero, dado lo apretado del margen del triunfo demócrata, las denuncias de fraude esgrimidas por los republicanos y el hecho incontestable de que la elección fracturó al país a la mitad, no podría descartarse que Trump inicie su campaña el mismo día en que Biden tome posesión del cargo. Hipótesis y conjeturas aparte, de lo que podemos estar seguros es que nacerá una suerte de trumpismo como movimiento político que se convertirá en una fuente inagotable de críticas al gobierno en turno, cuestionará su legitimidad y, lo más preocupante, asumirá que tiene el derecho a bloquear y torpedear las iniciativas del nuevo gobierno.
Así las cosas, Biden tendrá que volar el avión y pintarlo al mismo tiempo. Tendrá que sumar a su lista de desafíos en materia de salud, conflicto racial y reactivación económica, el abierto enfrentamiento político entre ganadores y perdedores de esta contienda. Un hombre tan ególatra como Trump que continuamente afirmaba que ningún presidente, salvo Abraham Lincoln, había logrado tantos éxitos para su país, de manera alguna dará su brazo a torcer y buscará culpables en cada rincón del escenario político norteamericano.
Esperemos a un Trump sin ataduras ni controles de ninguna especie que, además de denunciar sistemáticamente que le robaron la presidencia, será una presencia permanente en los medios con el propósito de cobrar venganza en 2024, sea como candidato él mismo o mediante alguno de sus acólitos más leales o, incluso, alguno de los miembros de su familia, a los que tanto ha encumbrado desde la Casa Blanca.
La última, pero no menor complicación para la presidencia de Biden, serán las presiones que reciba del ala más radical en la izquierda del partido demócrata. Ese sector habrá de reclamarle que meta en cintura a las empresas petroleras y a los multibillonarios, que altere la estructura de la Suprema Corte y ofrezca espacios inéditos a los afrodescendientes y otras minorías. Inevitablemente tendrá que pedirles una tregua, pero las presiones para deshacer cualquier residuo del trumpismo, requerirán de un manejo político muy fino.
Trump saldrá a rastras de la Casa Blanca, desconociendo la victoria de los demócratas y desde ya, comenzará más que un movimiento de oposición, uno de resistencia. La única ocasión en que un presidente saliente decidió no acompañar a su sucesor a la toma de posesión ocurrió entre Truman y Eisenhower.
Es muy alta la probabilidad de que Trump tampoco suba a la colina del Capitolio a atestiguar la juramentación de Biden. Ese asiento vacío será por demás elocuente y premonitorio de los tiempos que se avecinan para el país más poderoso del mundo. Biden, como presidente 46 de Estados Unidos, deberá pronunciar un discurso mágico al tomar posesión en enero próximo.
Deberá ser un mensaje del calibre que dos de sus antecesores han logrado: Franklin D. Roosevelt y John F. Kennedy. Tendrá que alcanzar los niveles históricos de esos dos grandes oradores, dejando para la memoria frases tan elocuentes como fueron: “No hay que tenerle miedo más que al miedo mismo”, de FDR, y “no preguntes lo que puede hacer Estados Unidos por ti, sino lo que tú puedes hacer por Estados Unidos”, de JFK. De ese nivel tendrá que ser su alocución para lograr un espacio de gobernabilidad.
Una presidencia tan tóxica y disruptiva como la de Trump está alcanzando un desenlace que podría calificarse de lógico y predecible. Dejará el legado de una nación dividida y enfrentada, en la que destruyó una parte considerable de la arquitectura institucional de Estados Unidos sin sustituirla con edificaciones nuevas y mejores. Muchas personas en Estados Unidos y alrededor del mundo sentirán alivio de que esta pesadilla llegue a su fin. Tengo serias dudas al respecto: quizá la peor parte del sueño apenas comience con un Trump enardecido, que desgaste a su país con todo tipo de demandas legales y, cuando se agoten, llamando a su base, también enardecida, a movilizarse contra el gobierno del presidente Biden.