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El príncipe que no logró ser rey y que exigió no ser enterrado junto a la reina

La historia de Margarita de Dinamarca con su esposo, Enrique, estuvo lejos de ser un cuento de hadas

La reina Margarita, de Dinamarca y su esposo, el príncipe Enrique. FOTO: CAPTURA
15/01/2024 |14:14
La Nación Argentina / GDA
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La reina Margarita II de Dinamarca abdicó el domingo a la corona. En el mismo acto, su primogénito se convirtió en el nuevo monarca, el rey Federico X.

Con este acto, Margarita puso fin a un reinado que comenzó 52 años atrás y que incluyó en la Familia Real a un personaje singular, que con sus insólitas acciones le puso un condimento de incorrección a la dinastía real más longeva de Europa y tradicionalmente ajena a cualquier tipo de escándalos. Se trata de Enrique de Dinamarca, marido de Margarita y padre de Federico, el príncipe consorte que hasta poco antes de su muerte soñaba con ser rey y no tenía temor de exigirlo... aunque pusiera en apuros a la propia reina.

Su frustración y enojo por el hecho de nunca ser nombrado como rey llevó al príncipe consorte al punto de ponerse celoso de su propio hijo y a declarar que, excepto que la reina lo nombrara como monarca, no quería compartir con ella su reposo final en la Catedral de Roskilde, donde se suponía que iban a yacer ambos, juntos por la eternidad, luego de que a cada uno les llegara la hora de su último suspiro.

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Las desprolijidades y desplantes de Enrique para con su mujer fueron numerosos y en los últimos tiempos se relacionó todo eso con un estado de demencia que padecía el esposo de Margarita.

Bon vivant, playboy, apasionado por la vitivinicultura y la poesía, un hombre de mundo. Son algunas de las categorías que usaron las revistas del corazón para definir la personalidad del hombre nacido en Talance, sudoeste de Francia, el 11 de junio de 1934, con el nombre de Henry Marie Jean André de Laborde, conde de Monpezat. Y que murió 83 años después como Enrique (Henrik) de Dinamarca el 13 de febrero de 2018 a causa de una neumonía en el castillo de Fredensborg, una de las residencias de la Familia Real danesa. Entonces se encontraba retirado de sus obligaciones como príncipe consorte. Y moría sin ser rey.

Si bien el título de conde de Monpezat que llevaba era más un ornamento de su nombre que una verdadera certificación de nobleza (Francia abolió la monarquía mucho antes de su nacimiento y ya no reconocía títulos nobiliarios), Enrique formaba parte de una familia de alta alcurnia francesa. Pasó parte de su infancia en Hanoi, Indochina (actual Vietnam), donde su padre administraba las plantaciones familiares. En Francia recibió una educación esmerada con profesores particulares, con quienes cultivó su amor por todo lo artístico y también por las lenguas de oriente. Al idioma vietnamita que aprendió desde la infancia le sumó luego el chino, cuando estudió Lenguas Orientales en La Sorbona.

Renunciar a todo por amor

Mientras llevaba una vida bohemia en París, donde no faltaban las noches de parranda con sus amigos del Barrio Latino en el que vivía, el joven Enrique estudiaba Letras y Derecho. Luego de viajar por una beca a Hong Kong y aprovechar su estadía para hacer un recorrido por distintos países de Asia, el conde de Monpezat hizo el servicio militar y retomó su vida civil con un trabajo en el área oriental del Ministerio de Relaciones Exteriores Francés. Más adelante, obtuvo un puesto en la embajada francesa en Londres. Allí en un día del año 1965 que terminaría cambiando su vida para siempre, conoció a Margarita, entonces princesa de Dinamarca.

La historia de amor entre la heredera del trono danés y el diplomático trotamundos no se concretó de inmediato. Fue al año siguiente, cuando se reencontraron en Escocia, cuando la chispa de la mutua atracción encendió un fuego entre ellos que no se extinguiría. Porque, pese a todas las desaveniencias y caprichos que exhibió él a lo largo de toda la relación, los estudiosos de la pareja aseguran que siempre hubo un gran amor entre ambos. Especialmente de ella hacia él, que siempre lo comprendía y trataba de minimizar sus desplantes.

El hecho fue que un 10 de junio de 1967, Margarita y Enrique se casaron Para convertirse en el esposo de la princesa de Dinamarca, él dejó su carrera diplomática, debió aceptar el cambio de su nombre, renunció a su nacionalidad para tomar la de su esposa y abandonó el catolicismo para adherir a la fe protestante. Por otra parte, mientras que la heredera del trono era un miembro de la realeza adorada por su pueblo, Enrique no hacía demasiado por ganarse el visto bueno de sus nuevos conciudadanos. “Todo lo que hacía era criticado. Mi danés era flojo. Prefería el vino a la cerveza, los calcetines de seda a los de lana, los Citroën a los Volvo, el tenis al futbol. Era diferente”, reconoció él mismo en sus memorias, El destino obliga, que se publicaron en 1997.

Poco después, el matrimonio tuvo a sus dos hijos. Federico (que el domingo será nombrado rey), en 1967, y Joaquín, en 1969. Pero puede decirse que el sentimiento de frustración de Enrique comenzó a rodar a partir del 15 de enero de 1972, cuando Margarita fue coronada reina y él pasó a tener, con el título de príncipe, un rol secundario en el matrimonio, un mero acompañante de los compromisos protocolares de su mujer. “Acepto jugar el juego, pero es muy duro para un hombre no ser considerado en el mismo plano que su esposa”, escribió el marido de la reina en las mencionadas memorias.

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Celos de su propio hijo

Los resquemores del hombre por encontrarse siempre un escalón en importancia monárquica por debajo de Margarita fueron en aumento. Enrique solía encerrarse en su mundo relativo a los vinos y a la poesía (escribió varios libros), pero en 2002 todos los celos que tenía hacia su hijo mayor, el futuro rey, estallaron con la furia de un volcán. Fue cuando una gripe sacó a la reina de la ceremonia para recibir el año y el que encabezó la celebración fue su hijo, el príncipe Federico.

Según relata el diario español El Mundo, Enrique tuvo un ataque de furia por haber sido desplazado y se recluyó en sus dominios vitivinícolas de Caix, en el sur de Francia. “Durante años, he sido el número dos en Dinamarca, un papel con el que estoy satisfecho. Pero después de tantos años no quiero verme degradado al tercer rango. Yo soy el primer hombre y no mi hijo”, dijo el indignado miembro de la Familia Real en una entrevista que generó conmoción en la prensa de su país, poco acostumbrada a estos desajustes en el seno de su monarquía.

La bronca del cada vez menos conforme Enrique continuó en el tiempo y se cristalizó nuevamente en otro evento real de enorme repercusión: el casamiento, en febrero de 2002, de los príncipes de Países Bajos, Guillermo y Máxima Zorreguieta. Todos los monarcas europeos y sus familiares estuvieron presentes en la ceremonia, menos Enrique. Algo harto significativo, teniendo en cuenta que Margarita de Dinamarca era, además, la madrina del novio. El príncipe, otra vez, se recluyó en Cayx y volvió a hablar con el periodismo, esta vez el tabloide danés BT, en las que revelaba que se sentía “relegado e inútil” por el trato que recibía de su mujer.

Margarita, con una paciencia infinita, fue a buscar a su amado y pudo arreglar el asunto. Él insistía con ser nombrado rey consorte, y ella no tenía nada contra esa medida, pero era algo que estaba prohibido por las mismas normas danesas. Al igual que lo que ocurría en otros países europeos donde existe la monarquía, en Dinamarca no se permite nombrar rey al príncipe consorte. Esto es para evitar que estos personajes, una vez recategorizados, tomen decisiones que pueden afectar de alguna forma la corona o cambiar el rumbo de la dinastía.

En 2005, sin embargo, llevando sus posibilidades de acción hasta su punto más extremo, Margarita II nombró a su marido como príncipe “consorte”. Pero, quizás por un orgullo irremediablemente herido, o porque ya sus condiciones mentales exhibían ciertas lagunas, Enrique comenzó a sumar fuertes desaciertos en público.

De la carne de perro a la sangre azul

Así, por mencionar algunos espisodios, en julio de 2007, mientras posaba en Noruega por el cumpleaños de 70 años de la reina Sonia, Enrique sacó la lengua mientras se tiraba de las orejas e insultaba y trataba de “espías” a los periodistas presentes. Por este acto recibió el reto de la mismísima monarca nórdica.

Poco después, el hombre que nunca llegaría a ser rey no tuvo mejor idea que decir que uno de sus platos preferidos era la carne de perro, que es “como la del conejo o la ternera, pero más seca”. Al repudio de los mismos daneses por estos dichos se le anexa la incoherencia de que el propio Enrique era presidente honorario del Club Danés del Teckel (perro salchicha), presidía una entidad para la conservación de las especies y tiene un poemario dedicado a una de sus perras, Evita.

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Más adelante, y con la intención de tirarle una indirecta a su nuera, la australiana Mary Donaldson, esposa de Federico, dijo que temía por el futuro de la realeza europea por la tendencia de los herederos de la corona de casarse con personas que carecían de sangre azul. Un curioso aporte el suyo, si se tiene en cuenta que él mismo, por más título de conde que ostentara, no pertenecía al universo de la nobleza del viejo continente.

Más tarde, como para que quede claro que hasta los últimos días de su vida no cejaría en su intento de ser nombrado rey, el buen Enrique declaró al medio francés Point de vue: “Hoy, a la mujer de un rey se le da el título de reina, pero el marido de una reina no se convierte en rey al casarse. En estas condiciones la relación de pareja queda desequilibrada, no en privado, pero sí a ojos de la opinión pública. Eso es traumático”.

Pero posiblemente su acto de rebeldía más escandaloso fue el que realizó el príncipe consorte en el cumpleaños número 75 de Margarita II. Fue el 16 de abril de 2015, cuando buena parte de la realeza europea se había dado cita en Copenhague para celebrar los tres cuartos de siglo de la monarca. Entonces, la llamativa ausencia de Enrique fue justificada con la información de que el hombre se encontraba cursando un cuadro gripal. Claro que se trataba de una gripe rara: poco tiempo después aparecieron fotos tomadas el día del cumpleaños, en las que se veía al príncipe de vacaciones con amigos en Venecia. Su faltazo a los 75 de su mujer obviamente había consistido en un escape organizado.

Una imagen del 18 de abril de 2014 que muestra a la reina Margarita (d) y al príncipe Enrique de Dinamarca (i) a su llegada a una ceremonia para conmemorar el 150 aniversario de la Batalla de Dybbol en Sonderborg (Dinarmarca). FOTO: EFE

Que me haga rey, si quiere que me entierren con ella

En el Año Nuevo de 2016, la propia Margarita anunciaba al pueblo de Dinamarca que su marido se retiraba de sus obligaciones como príncipe consorte. “Mi marido ha decidido que había llegado el momento de quitar el pie del acelerador o, para hablar en danés corriente, de jubilarse. Es su decisión. Estoy profundamente agradecida por todo el apoyo, la ayuda y la inspiración que me ha dado a través de todos estos años”, decía la monarca, siempre con una demostración de respeto y amor hacia su marido.

Una de las últimas declaraciones del príncipe consorte jubilado fueron las más incendiarias. Siguió con su obsesión por ser nombrado rey. Y, en una entrevista con la revista Se og Hor fue con los tapones de punta: “La reina no me respeta, me ha convertido en su bufón. No me casé con ella para que me entierren en Roskilde. Como persona, debe saber que, si un hombre y una mujer están casados, deben ser iguales. Mi esposa no me ha mostrado el respeto que una mujer corriente debería tenerle a su marido. Si quiere que me entierren con ella, que me haga rey consorte”.

En septiembre de 2017, a través de un comunicado oficial, la Casa Real de Dinamarca informó que Enrique sufría demencia. Quizás esta afección podría explicar algunas de las actitudes del príncipe consorte de otro modo difíciles de entender.

En enero de 2018, Enrique viajó a Egipto, donde cayó enfermo. A fines de ese mes le fue diagnosticada una neumonía y regresó para internarse a Dinamarca. El 13 de febrero, cuando se supo que su estado era irreversible, pidió ser trasladado a Fredensborg para morir en un lugar afable. Algo que sucedió finalmente a las 23:18 de ese mismo día.

Para cumplir con su último deseo, el cuerpo de Enrique de Dinamarca no fue enterrado en la catedral de Roskilde. Fue cremado y las cenizas esparcidas entre el mar y en el jardín del castillo donde murió, que era su residencia favorita. Quedaría, así, lejos del lugar del último descanso de su esposa. Una especie de venganza póstuma del hombre que jamás logró ser considerado rey. La reina Margarita, sin embargo, un año después, volvería a apañar a su marido. “Fue su decisión, era una persona libre. Y lo respeto” dijo, como siempre, en tono comprensivo.

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