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Washington.- El poder no ha cambiado un ápice a Donald Trump (Nueva York, 1946), hasta el punto que parece que en su mente no ha pasado el tiempo y sigue viviendo en 2016, quizá el mejor año de su vida. La rabia sigue intacta e inmutable, el miedo y la ira son su combustible. Tras un mandato caótico, totalmente disruptivo, avasallador, y revolucionario en el aspecto más literal, Trump se enfrenta este martes a su reto más difícil: una reelección que le refrende que su forma de hacer política tiene el apoyo suficiente para continuar cambiado los Estados Unidos a su imagen y semejanza.
Todo es enorme en su figura. Ya lo era cuando paseaba por Nueva York como una celebridad popular y magnate inmobiliario, construyendo edificios mastodónticos a todo lujo aunque después fueran ruinosos, y lo ha continuado siendo en el poder de la primera potencia mundial. Sus triunfos han sido grandiosos, como la transformación ideológica del sistema judicial; sus victorias determinantes, como el asalto al sistema migratorio y la persecución constante al diferente, al extraño, al extranjero.
El paso del tiempo, en lugar de moderarle, le ha radicalizado en sus posiciones. Estar en el Despacho Oval no le ha hecho ningún efecto más que magnificar sus características.
Su afición por manipular la realidad le han convertido en un mentiroso compulsivo: en un mitin reciente, el The New York Times detectó que 75% de lo que dijo no era acierto, por no hablar del recuento inacabable de falsedades recopiladas por el The Washington Post, que dejaron de sumar a finales de agosto superando las 22 mil entradas. Su racismo, que empezó con insultos a mexicanos y vetos a musulmanes, se ha transformado en coqueteos con la extrema derecha y grupos neofascistas.
Estar la Casa Blanca le ha cambiado tan poco que, a pesar de eso, sigue vendiéndose como una criatura que no tiene nada que ver con Washington y las telarañas del poder, que sigue queriendo secar una “ciénaga” que ahora le pertenece.
El modus operandi es el mismo: la confrontación para crear el caos, la provocación para huir de problemas, la tensión para poner al límite el sistema democrático y las instituciones del país. Twitter como arma arrojadiza, y la búsqueda de enemigos a quien culpar de sus propias limitaciones o los problemas que le llegan. Da igual si son de su partido, del contrario, de su entorno, exaliados, líderes extranjeros, científicos, asesores, o, últimamente, un virus microscópico que primero negó, después ninguneó y ahora culpa de todas las desgracias que están ocurriendo a Estados Unidos.
Todo con un objetivo único: su propio beneficio y, ahora mismo, una reelección complicada para dar validez a una presidencia que no ha sido nada fácil. A principios de año se convirtió en el tercer presidente en ser enjuiciado políticamente por el Congreso (se salvó del cese gracias a la lealtad de la mayoría republicana en el Senado), ha caminado envuelto de corruptelas y abusos de poder, ha sobrevivido a escándalos y crisis de todo tipo.
Por el camino se ha ganado multitud de enemigos. Las dudas sobre su capacidad mental, su adecuación al cargo, su irreverencia, su agresividad, su brutalidad, su inexperiencia, su impulsividad y demás características poco favorecedoras han sido constantes. El pensador Noam Chomsky, en una entrevista reciente en el The New Yorker, lo definía como el “peor criminal de la historia de la humanidad”. No es el único.
Si gana las elecciones, un referéndum total a su persona, tendrá vía libre para la transformación profunda de Estados Unidos y la imposición de su agenda proteccionista, aislacionista, su “Estados Unidos primero” que pregonó desde el primer día que saltó al ruedo político. Si pierde, su legado será una huella difícil de borrar.
Ha conseguido crear una base de fanáticos extremadamente sólida, modificado el Partido Republicano a su imagen y semejanza, puesto su ideario al frente del movimiento conservador de todo el país. Su entorno de fieles es cada vez más reducido y centrado casi en exclusiva en su círculo familiar.