Washington.— Hace más de un mes que Estados Unidos sabe que Donald Trump no ganó las elecciones de 2020, aunque él y varios congresistas y la mayoría de sus seguidores se resistan a reconocerlo, envueltos en una realidad paralela de fraudes y teorías de la conspiración que no son otra cosa que un ataque frontal al sistema democrático de Estados Unidos.
Ese intento de subversión, de desafío absoluto a lo establecido, ha hecho que el proceso de transición desde la elección a la toma de posesión del siguiente presidente del país sea todo menos un trámite pacífico, convirtiendo la burocracia electoral en un asunto de Estado, un proceso que pone en jaque las instituciones estadounidenses y trata de causar un terremoto en los pilares de la democracia del país.
El proceso de oficialización de resultados, que normalmente pasa sin pena ni gloria como un denostado proceso que nadie quiere tener cerca por tedioso, está recibiendo una atención desmesurada. Fruto de un acto más de la disrupción trumpista, especialista en poner en tela de juicio cualquier tradición o certeza existente en Estados Unidos.
El intento de mantener la narrativa del fraude electoral inexistente, que ha vivido escenas más propias de un vodevil que de una verdadera lucha por la validez de la democracia. Durante las últimas semanas Trump lo ha intentado todo, y lo ha fracasado todo. Ninguna de sus demandas judiciales prosperó. Su equipo de abogados iba de ridículo en ridículo, en el fondo y en las formas, sin ningún triunfo.
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Ha agotado cartuchos que esperpénticos, rozando las tácticas seudomafiosas de coacción y amenazas, presionando a funcionarios locales y estatales, a gobernadores, congresistas republicanos y jueces para que no avalen los resultados de las elecciones.
La semana pasada, Trump llamó hasta dos veces al líder republicano en el parlamento de Pennsylvania para pedirle que revertiera su derrota en el estado: era el tercer estado donde lo intentaba, después de hacerlo con congresistas de Michigan y, el fin de semana pasado, empezar una campaña de desprestigio y amenaza al gobernador de Georgia, el también republicano Brian Kemp, para que designara electores favorables al presidente y no al demócrata Biden, tal y como había dictaminado el voto popular.
“No es una opción permitida bajo la ley estatal o federal”, recordó Kemp, cerrando la puerta al asalto exigido desde la Casa Blanca.
En las últimas horas, la apuesta de Trump se ha redoblado, apelando a la “valentía” del Tribunal Supremo para que le ayude a anular los resultados de algunos estados clave. Una veintena de estados gobernados por republicanos le dio apoyo, así como centenares de congresistas conservadores. Fue la última carta que le quedaba en la manga, y esperaba que fuera un as que le hiciera dinamitar el sistema democrático.
Algo totalmente improbable, especialmente después de que el alto tribunal desestimara tan siquiera analizar un caso sobre el tema.
Todo ha seguido el patrón marcado hace unos días por Michael Cohen, denostado “hombre para todo” de Trump durante muchos años y que se declaró culpable hace un par de años de mentir al Congreso y delitos financieros, como la contribución ilegal a la campaña del entonces magnate inmobiliario para ocultar un affair con una estrella del porno.
“No va a conceder. Nunca, nunca, nunca”, dijo a la revista The New Yorker. “Creo que va a desafiar la validez del voto en todos y cada uno de los estados que pierda, reclamando que hubo fraude, buscando minar el proceso e invalidarlo”, concluyó.
Sea como sea, lo que siempre se había tomado como algo que no había ni que debatir, como la legalidad y legitimidad de la victoria electoral, está en jaque por culpa de Trump. Nunca tuvo pruebas, desde hace días la victoria del demócrata Joe Biden ya no se basa en proyecciones ni cálculos de los medios de comunicación: tienen ya una certificación oficial en cada estado.
El miércoles, Hawái fue el último estado en certificar unos resultados que, si bien no eran oficiales, se demostró que eran totalmente confiables. El cómputo final: 306-232 a favor de Biden. El resultado es ya irreversible, a no ser de una carambola extravagante que parecería más un golpe de Estado que una sentencia democrática de bases constitucionales.
Será todavía menos probable cuando este lunes se queme una etapa más del farragoso proceso de validación y certificación de resultados electorales, fruto de la anomalía procesal que es el sistema del colegio electoral, único para las presidenciales (no se sigue en el resto de elecciones, que se resuelven por voto mayoritario y directo).
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Como es bien sabido, los estadounidenses no eligen al candidato que quieren que sea presidente, sino que lo que hacen es elegir electores, sus representantes en el denominado Colegio Electoral, quienes son los que realmente emitirán su voto para determinar el inquilino de la Casa Blanca.
El Colegio Electoral no es un momento concreto, es un proceso continuo que realmente no termina hasta el 6 de enero y que se enmarca en un sistema sistema “mosaico del monstruo de Frankenstein”, tal y como lo definió recientemente el periodista Andrew Prokop del portal Vox en un artículo en el que explicaba todo el proceso.
La próxima etapa se celebrará el primer lunes tras el segundo miércoles de diciembre (una de esas rarezas constitucionales del país), o, lo que es lo mismo, mañana 14 de diciembre. Los 538 integrantes del Colegio Electoral no se reunirán en un mismo recinto, sino que los representantes de cada estado se encontrarán en un lugar decidido por su órgano legislativo, normalmente su Capitolio estatal, para votar a la antigua usanza: con papel y pluma. Un voto para presidente, uno para vicepresidente.
En este punto es donde Trump quería que surgiera efecto su coacción a legisladores y cargos públicos de tres estados: que se saltaran el deseo popular y eligieran a electores de su cuerda (en un principio, son representantes del candidato ganador) que pusieran al Congreso en la diatriba de tener que decidir qué votos de qué electores hacer caso. Un brindis al sol, muestra de la necesidad del presidente saliente de exprimir cualquier resquicio de opción remota.
La otra hipotética situación que puede generar un caos mayúsculo es el complot mastodóntico en el que 36 electores destinados a Biden decidieran ser tránsfugas y votar por Trump. Una opción prácticamente imposible, con 32 estados (y el Distrito de Columbia) con leyes que prohíben a un elector cambiar su voto; leyes que, de hecho, el Supremo validó de forma unánime el pasado mes de julio.
Además, un transfuguismo de “electores infieles” la magnitud que Trump necesita es altamente improbable. Hace cuatro años, por ejemplo, fueron sólo 10 los que intentaron votar por otro candidato a lo requerido, un esfuerzo totalmente fútil.
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El resultado de cada Colegio Electoral estatal se certifica en seis copias, la más importante de la cual dirigida al presidente del Senado en Washington. O, lo que es lo mismo, el actual vicepresidente del país. Sólo faltará que el Congreso, el 6 de enero, haga oficial en una sesión conjunta de las dos cámaras el resultado. El compendio de certificados que llegue al vicepresidente será la que llegará a los legisladores federales, que darán cuenta de la voluntad del pueblo para saber quién será su próximo presidente.
Todavía podría haber un pequeño tropiezo, si un congresista y un senador objetan el recuento, las cámaras debaten si hay razones para esa objeción y deciden no validar lo que ha llegado de los estados. Las probabilidades de que eso pase son menos que ínfimas.
Cada marca que se supera, cada hito conseguido, cada prueba superada, es un suspiro de alivio para los que temen por la estabilidad institucional y democrática de los Estados Unidos. Tras el recuento y la certificación en el Congreso sólo faltará un paso: la toma de protesta el 20 de enero al mediodía en la escalinata del Capitolio de la capital del país, Washington DC.