Donald Trump y Benjamin Netanyahu tienen muchas más cosas en común de lo que hasta ahora se pensaba. Exaliados, el expresidente estadounidense y el actual primer ministro israelí están acostumbrados a poner sus propios intereses por encima de los de los ciudadanos a los que dicen servir o querer servir.

Cuando Trump era presidente, se llevaba viento en popa con el israelí, a quien solía llenar de elogios. Hasta que abandonó la presidencia y Netanyahu felicitó a su sucesor, Joe Biden.

Para el republicano fue un “acto de traición” que le cuesta perdonar, pero Netanyahu no tenía razón alguna para no acercarse a Biden, por más pataletas que hiciera Trump con su falsa cantaleta de fraude. Más allá de este distanciamiento, ambos son muy parecidos: su ambición de poder los ha llevado a romper todos los límites.

Si alguien pensaba que Trump aprendió la lección y no volvería a tratar de usar a los estadounidenses para fines personales, se equivocó.

La posibilidad de convertirse en el primer expresidente en la historia de Estados Unidos en enfrentar cargos criminales lo llevó a pedir, otra vez, a sus simpatizantes, “defenderlo”. Protestas pacíficas, pidió quien tras las elecciones presidenciales de 2020 arengó a la multitud al grado de que no dudó en exponer a los “débiles congresistas” republicanos, al propio vicepresidente, “su” vicepresidente, Mike Pence, a la furia de la gente que ingresó al Capitolio armada con palos y dispuesta a ver correr sangre por “defenderlo”.

Poco le importa la posibilidad de la violencia, de nuevos choques, de fracturar más a un país que él dejó convertido en los Estados Des-unidos de América. Primero Trump, después Trump y al final Trump. Así ha sido siempre y así será, ya sea que logre de nuevo la candidatura presidencial para las elecciones de 2024 o no.

En Israel, Netanyahu nuevamente en el poder, decidió aprovechar la oportunidad para blindar su poder ante el único órgano que podría detenerlo: el Tribunal Supremo.

Por ello, decidió impulsar una reforma judicial que le da al gobierno el control sobre los miembros del comité que elige al Supremo y de aprobar aunque el tribunal las haya invalidado. Pero lo que más enfurecidos tiene a los israelíes es una reforma que hace más difícil remover a un líder considerado no apto para ejercer el cargo. Con el cambio, sólo se puede remover a un primer ministro por incapacidad física o mental. Y se requiere que el propio premier, o dos terceras partes del gabinete, convoquen a un voto de destitución.

Netanyahu enfrenta en Israel acusaciones de corrupción; los críticos de la reforma sub- rayan que se trata de un cambio a modo que busca blindarlo contra una posible destitución. La indignación ha llevado a decenas de miles a las calles; a antiguos aliados a desmarcarse, al país al resquebrajamiento.

Para líderes como Trump o Netanyahu, el poder no sirve para ayudar, para mejorar las vidas ciudadanas, sino para servirse de él. Es el poder por el poder. Mientras ellos ganen, no importa que el resto pierda.

Trump ya no es presidente y entre los republicanos hay desmarcamientos de su llamado a la “defensa”. Aunque sea por conveniencia política, nadie quiere otra crisis como la del 6 de enero de 2021.

En Israel, los llamados, además del clamor ciudadano, llegaron desde el partido gobernante, Likud, así sea sólo por sobrevivencia. Netanyahu no tuvo más opción que frenar la reforma... al menos por ahora.

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