Si Donald Trump hubiera sido el presidente hace 50 años, no habría sido exonerado en el impeachment en su contra. Su actuar antes, durante y después del asalto al Capitolio casi hace palidecer el Watergate del que el viernes pasado se cumplió medio siglo.   

Los tiempos cambian, sin duda, porque Trump no sólo salió bien librado del impeachment, a pesar de haber sido atrapado en flagrancia atizando a una multitud con acusaciones de un presunto fraude electoral que nunca existió, arengándola aun cuando escuchaba a la gente hablar de “colgar” al vicepresidente Mike Pence. Todo indica que el exmandatario va por un nuevo periodo presidencial, y podría conseguirlo.   

Hace 50 años, el estallido del escándalo de espionaje a los demócratas, después de las primeras llamaradas, se apagó. El entonces presidente Richard Nixon no sólo logró la reelección, sino que arrasó en las elecciones de noviembre de 1972.  
 
Pero las investigaciones periodísticas de Bob Woodward y Carl Bernstein comenzaron a revelar que aquello era sólo la punta del iceberg. Y se iniciaron las investigaciones en el Senado estadounidense, con el objetivo de averiguar el rol del entonces presidente Richard Nixon.  

Una vez destapada la cloaca, y revelado que el republicano grababa todo, y que sabía y ocultó a sabiendas que se espiaba a sus rivales, todo cambió para Nixon. Los propios republicanos le dieron la espalda, y criticaron la participación de su máximo líder en actividades criminales.  
Solo, con un impeachment encima, Nixon tomó la decisión de renunciar, en agosto de 1974.   

Cincuenta años después, un comité de la Cámara Baja da detalles más escabrosos de lo que pasó el 6 de enero de 2021.  

Trump trabajó a los estadounidenses días y días, con acusaciones falsas de fraude electoral que nunca pudo probar, que su propio equipo desmintió e incluso llamó “mierda”, los atizó el mismo 6 de enero, en su mitin, avalando con sus gestos a quienes querían “ahorcar” al entonces vicepresidente, Mike Pence, por negarse a hacer lo que el republicano quería: impedir la certificación de la victoria de Joe Biden.   

Trump pidió a la multitud defender su “victoria” a toda costa, asegurando que si no, no quedaría país que defender. El resultado fue una violenta irrupción al Capitolio que evidenció la fragilidad de la democracia estadounidense, que colocó a Estados Unidos a la par de otros países donde un golpe de Estado es posible. El comité que investiga los hechos ha llegado a la conclusión de que esa era justo la intención del magnate: una intentona golpista.  

Bernstein y Woodward saben de acciones criminales y aseguran que Trump incurrió en nada menos que en sedición, y que sus acciones superaron “incluso la imaginación de Nixon”.  

¿Por qué entonces Trump no fue destituido (ya ni hablar de una renuncia o un retiro de la vida política pública)?  

Por una razón: porque, a diferencia de lo que pasó hace 50 años, no hubo un Partido Republicano con la fuerza suficiente para detener a tiempo a Trump, o para desmarcarse tras los peores hechos de violencia política de que tenga registro el país.  

Trump era el Partido Republicano; o mejor dicho, Trump fue quien le dio nueva vida a un partido sin rumbo, perdido y gris. Aunque el rumbo que le dio no haya sido el que se esperaría. Por eso, y a pesar de las evidencias, los republicanos pusieron ojos ciegos, oídos sordos. 

Un puñado se atrevió a alzar la voz frente a  lo ocurrido y a señalar al magnate. La mayoría lo defendió a capa y espada, o guardó un silencio cómplice. Y el impeachment fracasó.  

Hoy, sin un Partido Republicano que haya logrado hacer una reflexión y buscar nuevos caminos, Trump insiste en el fraude, se exhibe, y todo indica que va de nuevo por la Casa Blanca en 2024. Para desgracia de Estados Unidos, y del mundo, puede llegar.

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