Madrid.— El veto a los usuarios que incitan a la violencia en las redes sociales sigue siendo foco de controversia entre quienes defienden su bloqueo y los que argumentan que deben ser los jueces, y no las plataformas tecnológicas, los que decidan si el contenido de los mensajes constituye algún tipo de delito.
Muchos de los envíos supuestamente reprobables no son explícitos y están sujetos a interpretación, por lo que censurar sin más a los responsables de los mismos representa como mínimo un abuso de autoridad, advierten los que se oponen a un bloqueo sistemático por parte de las tecnológicas.
Frente a los que rechazan el destierro de las redes sociales por conductas que deberían ser valoradas por la justicia, las plataformas digitales buscan acabar de raíz con los mensajes que promueven la violencia, el odio o la discriminación. Para ello, defienden la utilización de todas las herramientas disponibles, incluida su capacidad de veto, a fin de neutralizar a los autores de los envíos.
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Prácticamente todos los sectores coinciden a la hora de demandar una autorregulación más eficaz de las tecnológicas en la lucha contra los mensajes tóxicos, fundamentalmente mediante políticas preventivas y una mayor concienciación de los usuarios; pero sigue abierta la discusión sobre las fronteras de la libertad de expresión en las redes sociales.
En este contexto, ¿cuáles son los criterios que se deben seguir para penalizar al infractor?, ¿cómo evitar las decisiones arbitrarias?, ¿quién determina si un mensaje es virulento? y ¿a quién corresponde aplicar el veto en el caso de que proceda? son interrogantes que están en debate.
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“Las redes sociales, como empresas privadas, no son de ninguna manera las indicadas para aplicar la censura, porque pueden incurrir en la arbitrariedad y la parcialidad. También les falta potestad y, desde luego, no tienen legitimidad democrática para silenciar voces”, dice Francisco Álvarez a EL UNIVERSAL , quien es experto en redes, reputación digital y derecho internacional.
“Son los jueces, en función del ordenamiento jurídico, los que tendrían que determinar el alcance del delito en que puede incurrir un mensaje y cuál debe ser la limitación de las libertades del usuario para evitar que vuelva a reincidir”, agrega el especialista en redes y profesor del Instituto de Estudios Bursátiles y la Universidad Complutense de Madrid (UCM).
Señala la paradoja de que las redes sociales, que se reivindican como plataformas tecnológicas, pretendan ejercer prerrogativas editoriales que no les corresponden. “El argumento en el que se basan las redes para poder ejercer la censura es falso. Si se presentan en el mercado como plataformas libres y abiertas para eludir cualquier responsabilidad sobre sus contenidos, no pueden actuar en la práctica como editores, ya que no disponen del privilegio del veto”.
Además, las redes se arrogan el derecho de admisión en función de criterios que ellas mismas establecen, como si fueran discotecas en vez de medios de comunicación con un componente digital y coral, apunta.
La autorregulación de las plataformas ha alcanzado un nivel bastante óptimo al proporcionar a los usuarios el concepto de comunidad para que sean ellos los que puedan alertar sobre el contenido de ciertos mensajes o sobre la conducta improcedente de otros usuarios, contando para ello con información contextual.
“Este esfuerzo de autorregulación es suficiente, pero en algunos casos se vuelve excesivo, cuando se añaden acciones de las redes sociales que pueden incurrir en censura de la libertad de expresión o suponen un exceso de sus atribuciones como empresas privadas. Las tecnológicas no pueden condenar de antemano”, advierte el especialista.
A nivel internacional, el veto a Trump contó con muy pocos apoyos. La mayoría de los líderes guardaron silencio o cuestionaron la aplicación de la censura en las redes sociales, sin llegar a valorar el comportamiento del expresidente de Estados Unidos.
La canciller federal de Alemana, Angela Merkel, calificó de problemática la decisión de bloquear permanentemente la cuenta de un presidente electo, mientras el jefe de Estado mexicano, Andrés Manuel López Obrador, llegó a equiparar a Twitter y Facebook con la Santa Inquisición, al subrayar que se trataba de un asunto de Estado y no de empresas.
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“La libertad de expresión es un derecho especialmente protegido y, en mi opinión, no debería ser censurable en ningún caso. Lo que ocurre es que la expresión a veces va asociada a delitos que están tipificados como tales, como en el caso de Trump y su instigación a un golpe de Estado. Pero no debería ser juzgado por empresas privadas, sino por los jueces o por los propios poderes constitucionales”, concluye el profesor universitario.
Las críticas al bloqueo de los usuarios por parte de especialistas y líderes políticos contrastan con la postura de las grandes tecnológicas que siguen mostrándose partidarias de censurar a aquellos que infrinjan las normas.
En este sentido, el director ejecutivo de Twitter Inc., Jack Dorsey, justificó la decisión de vetar permanentemente la cuenta de Trump, aunque alertó sobre el fracaso de las tecnológicas para promover conversaciones saludables entre sus usuarios.
El poder acumulado por las plataformas digitales no sólo les facilita la tarea de fiscalizar los mensajes que circulan en sus redes sociales y obtener un perfil más o menos completo de los usuarios con fines comerciales, sino que también les exime de rendir cuentas sobre algunas de sus decisiones más polémicas, como la de censurar o bloquear al usuario que comete un presunto ilícito.
Las plataformas ejercen un veto casi automático de los mensajes que infringen sus políticas de uso, entre ellas las relativas a las conductas de incitación al odio. Dependiendo de la gravedad de los hechos y de la trayectoria del usuario, las redes sociales pueden llegar a bloquear la cuenta desde la que se remiten los mensajes controvertidos mediante una simple notificación. En los casos más leves y con algo de fortuna, basta con que el amonestado elimine el envío inapropiado para que su cuenta se reactive.
Al defender la censura que ejercen, las redes sociales se reivindican como empresas imparciales, alejadas de los prejuicios y de cualquier sesgo político, por lo que aplican las reglas de manera racional y equitativa a todos los usuarios con independencia de su perfil, según argumentan.
Son fundamentalmente las tecnológicas y sus principales ejecutivos los que defienden la capacidad de vetar al displicente con absoluta autonomía, al amparo de una autorregulación sobre la que existe un consenso más o menos generalizado.
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Las redes sociales refuerzan de este modo el control integral de los contenidos que gestionan, algunas de ellas apoyadas por sus consejos de asesores que, en los casos de mayor trascendencia y como si fueran tribunales superiores, se encargan de emitir la sentencia final sobre la cuenta que se halla bajo sospecha.
La Unión Europea (UE) trabaja en el desarrollo de una Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés), que persigue entre otros objetivos la imposición de regulaciones más estrictas a las redes para poder acotar su poder de censura y evitar que se propasen en sus atribuciones. Conforme a las directrices que se barajan, con la nueva normativa los usuarios tendrían la oportunidad de reclamar directamente a la plataforma si su contenido es censurado o eliminado.