El Cairo, Egipto.— Cuando las fuerzas de seguridad libias la rescataron este año, la joven somalí creyó que ese sería el final de su sufrimiento. Había pasado más de dos años de encierro y agresiones sexuales a manos de traficantes de personas conocidos por extorsionar, torturar y agredir a migrantes como ella que intentaban llegar a Europa.
En lugar de eso, la joven de 17 años dijo que las agresiones sexuales continuaron, sólo que ahora las cometían los guardas del centro gestionado por el gobierno en la capital de Libia, Trípoli, donde estaba retenida.
“Aunque no es la primera vez que sufro ataques sexuales, esto es más doloroso porque fue por la gente que debía protegernos”, dijo la joven a la agencia Associated Press (AP).
Desde Túnez, Aisha recuerda el infierno que vivió en Libia.
En 2019 huyó de Guinea, donde sufrió cinco abortos espontáneos y la acusaron de estéril, o bruja, cuando en realidad era diabética.
Este tipo de historias se repiten en diversas partes del mundo: venezolanos en España, haitianos en México... Son millones de personas que han tenido que huir de sus países de origen en busca de una vida mejor, sin violencia.
En el Día Mundial del Refugiado, el papa Francisco lamentó el sufrimiento de los refugiados en Myanmar: “Se están muriendo de hambre”, dijo.
Mientras él hablaba, en Venezuela se recordaba a las 5.4 millones de personas han abandonado el país —la mayoría rumbo a Colombia— desde 2014 para huir de la violencia, la falta de alimentos y de medicinas.