Brooklyn

está a oscuras el lunes, excepto por las luces de la calle, cuando suena el despertador de Carla Brown a las cinco y cuarto de la mañana, más temprano que de costumbre. Pero con el al acecho de , no es un día ordinario.

Brown dirige un programa de entrega de alimentos a los ancianos en medio de una pandemia que se ha ensañado con su atribulada ciudad. Desde hace dos semanas trabaja 14 horas diarias, encargándose de las rutas de choferes enfermos o que no se presentan. Hoy tiene que encontrar la forma de hacer más de 100 entregas.

Se pone sus jeans, toma su máscara y se encamina a la estación del subway (tren subterráneo) Grand Army Plaza, luciendo una camiseta con el nombre de Muhammad Ali en la parte delantera.

“Es uno de mis ídolos”, explica. “Y me siento como si estuviese lista para una pelea hoy”.

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¿Tiene otra alternativa?

Antes de que comenzase la pandemia, la ciudad más grande y bulliciosa de Estados Unidos había honor a su fama. El coronavirus la paralizó, causando muertes desde el Bronx hasta la zona del Battery y más allá. Ahora lo único que rompe el silencio, tanto a la medianoche como al mediodía, son las sirenas de las ambulancias. Las calles que se decía estaban cubiertas de oro se ven llenas de guantes desechables.

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En las 24 horas siguientes, un chofer de taxi recorrerá calles desoladas, en busca de los pocos trabajadores que siguen desempeñando sus tareas. El dueño de una bodega hará una promesa que espera no tener que cumplir. Un médico de una sala de emergencias y un paramédico se esforzarán por reducir la cantidad de muertos.

Para ellos y otros 8.5 millones de neoyorquinos, este no será un lunes normal. Porque mucho antes de que saliese el sol, el reloj ya estaba contando los minutos del round en la batalla por Nueva York.

A las tres de la mañana, después de 18 horas de trabajo, Jesús Pujols está abrumado por la cantidad de cadáveres.

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Duerme de a ratos al volante de su camioneta entre viajes inacabables para recoger cuerpos en viviendas y morgues de hospitales. “Prácticamente vivimos en nuestras camionetas”, dice Pujols, quien trabaja para varias casas funerarias, la mayoría de ellas en Brooklyn .

Alrededor de las dos de la mañana --la falta de sueño hace que resulte difícil saber en qué hora vive-- Pujols entabla una discusión con un individuo que detuvo su auto en medio de la calle para observarlo mientras sacaba un cadáver de una casa. A Pujols, de 23 años, le pareció una enorme falta de respeto hacia el difunto y su familia.

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“Hoy por hoy, el dinero no vale nada. Dejaría mi trabajo si consiguiese uno normal. Preferiría estar en cuarentena en estos momentos”, expresó.

Pujols se acuesta finalmente a las cuatro y media. Se despertará en unas pocas horas para cumplir una promesa: Debe recoger el cadáver de un pariente de un amigo.

La ciudad, mientras tanto, empieza a agitarse.

Cuando el doctor Joseph Habboushe se despierta en su departamento del Greenwich Village a las seis y cuarto, se da cuenta de que la adrenalina que ha sentido todas las mañanas desde hace un mes empieza a diluirse. Hasta ahora sentía que todo lo que estaba viviendo parecía una pesadilla. Ahora se da cuenta de que es real.

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Mientras se afeita bien al ras para asegurarse de que su máscara encaja bien, este médico de una sala de emergencia piensa que el brote parece una guerra y que los trabajadores del campo de la salud están en la primera línea de batalla.

“Asusta pensar que uno va a trabajar y es posible que se contagie. Nadie sabe qué pasa, no conocemos a nuestro enemigo”, manifestó.

La batalla se libra en varios frentes. En el Van Cortland Park del Bronx, un equipo del Cuerpo de Ingenieros del Ejército erige un hospital temporal de 200 camas en una cancha de fútbol. Enfermeras protestan frente al Harlem Hospital, criticando el racionamiento de respiradores .

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Y Carla Brown, la guerrera de los neoyorquinos de cabello gris, se sube al tren número 4.

Cuando el subway llega a Wall Street, en Manhattan, decenas de personas se suben. La Autoridad Metropolitana de Transporte le dice a la gente que permanezca en sus casas. Pero en una ciudad que se considera esencial, estos son los pocos que son catalogados como indispensables, que deben seguir trabajando.

El servicio de trenes se ha reducido y la gente debe amontonarse. Imposible el distanciamiento social.

“Fue una locura”, dijo Brown. “Nos mirábamos los unos a los otros, como diciendo esto es absurdo”.

lsm

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