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San José. – Puntual e infalible, Érick Remberto Aparicio Rivera acostumbró durante muchos años llamar todos los días a las 16:00 horas al teléfono celular de Ana Beatriz Lara León, su esposa, a sabiendas de que ella siempre sale en ese momento de su trabajo en El Salvador.
“Quedé confundida: creí que era él”, narró Beatriz, trabajadora social salvadoreña, de 43 años, cuando casualmente recibió el pasado miércoles una llamada telefónica de EL UNIVERSAL en el preciso instante en que salió de su centro de labores en una sucursal del (estatal) Instituto Salvadoreño de Seguridad Social en San Miguel, capital del centro-oriental departamento (estado) homónimo.
En ese momento… se puso a llorar: víctima de coronavirus, Aparicio, médico salvadoreño, de 50, murió el 16 de julio en un hospital público de San Miguel.
Hundida en la más profunda tristeza de su vida, casi que sin fuerzas para reaccionar y sin poder acudir al sepelio de su esposo, por las reglas que impiden a los parientes asistir si son decesos por el virus, el Día de Muertos lo pasará lejos de la tumba, ante las restricciones de visita a cementerios.
“Mi esposo era todo para mí. Vivirá mientras yo viva. Nadie sabe lo que sufro con dos niños”, contó.
Con nostalgia, relató que Aparicio nunca dejó de comunicarse con ella a esa hora desde su consultorio médico privado en San Alejo, un pueblo de San Miguel.
“Como esposa viví un cuento de hadas con final trágico”, afirmó.
Con 20 de casados y 7 de noviazgo, la pareja procreó a Sofía, de 15, y Óscar Alfredo, de 12. “Para siempre seremos cuatro”, prometió.
Golpe. Como a millones de familias en todo el mundo, la epidemia cambió la vida de los Aparicio Lara.
“Desde que (en marzo) comenzó la pandemia en El Salvador, él nunca dejó de trabajar en su clínica. Aunque era médico general, sabía de todas las áreas de la medicina”, relató.
El 2 de junio, Sofía cumplió 15 y los planes de sus padres de festejárselos quedaron truncados por el conflicto sanitario. “Ese día me puse a llorar, porque le teníamos preparada una pequeña fiesta a la niña para el 6 y no se pudo hacer. Cancelé reservaciones y las pasamos para el 19 de diciembre, esperando que (la enfermedad) ya hubiera pasado para esa fecha”, rememoró.
Al verla entristecida, Aparicio le preguntó por qué estaba llorando. Ella le contestó con un presagio fatal: “Le dije: ‘Porque yo no sé si para diciembre vamos a estar completos’. No sé por qué yo presentí alg0. Y es que él era una persona muy arriesgada como médico, sin miedo. Se daba a la gente. La que tiene pánico del virus soy yo”.
Por la emergencia y por el nexo en su consultorio con numerosas personas de variadas dolencias, Aparicio optó, cada vez al regresar a su casa, por desnudarse en la cochera para una limpieza total, y se aisló de esposa e hijos, en el mismo hogar.
El médico explicó a su esposa, el 6 de junio, que ese día llevó de urgencia en su automóvil a una mujer que, en su consultorio, se estaba ahogando.
“No pudo atenderla en la clínica. En el carro de él la llevó al hospital de San Miguel. Me molesté: le dije que si él no se cuidaba, menos nos iba a cuidar a nosotros. La mujer murió por Covid-19. Creo que así fue como se contagió y nos infectó a nosotros tres”, lamentó.
Los síntomas de Aparicio aparecieron y se agravaron a mediados de junio y el 18, enfermo, fue a trabajar. Por la noche retornó “muy mal”, el 22 se internó y comenzó un calvario de altibajos en su salud, con deficiente atención y tratamiento, reveló Lara basada en datos que su esposo le dio por teléfono celular desde su cama en el hospital.
“Le rompieron el pulmón”, balbuceó, desatada en llanto.
El drama creció porque ella, Sofía y Óscar estuvieron enfermos en su casa y, pese a estar internado, Aparicio les atendió y recetó vía teléfono celular y se curaron luego de que él falleció.
A las 07:00 horas del 16 de julio, Lara recibió la llamada fatal: su esposo pereció.
Lara nunca más volvió a verlo desde el 22 de junio. Sin tiempo y sin valor ni ánimo de nada, logró que una amiga la ayudara a tramitar la compra de una tumba para cuatro en un cementerio de San Miguel y evitar que su esposo fuera depositado en una fosa común.
“Estaba como loca. El sepelio fue horrible: a las 2 de la tarde del 17, mi esposo salió del hospital en una caja cerrada en una ambulancia. Manejaron como locos. No pude alcanzarla. No vi ni tan siquiera cuando lo echaron a la tumba ni nada”, aseguró.
Pasada aquella tormenta, ella busca consuelo.
“Yo le hice a él algo muy bonito en su tumba: una casita, porque él era todo para nosotros. No tenía miserias, jamás me maltrató”, comentó, orgullosa de su marido, con el martirio de su ausencia y atada al amor de sus hijos.