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En el pueblo de Vybuty, una gran multitud se reúne frente a una iglesia. La gente hace cola para besar el ícono de un santo.
Un sacerdote ortodoxo con una vestimenta bordada en oro canta una oración por Rusia: "Por nuestro bendito país, sus gobernantes y su ejército".
En la congregación hay militares rusos. Se persignan con tres dedos, siguiendo la tradición ortodoxa.
Ucrania no se menciona en la misa. Pero está en la mente de la gente.
"En nuestra familia, tenemos muchos jóvenes que están sirviendo allí", me dice una de las feligresas, Ludmila. "Dios no los abandonará. Definitivamente regresarán a casa".
Muchos soldados rusos no lo han hecho.
A pocos metros, en el cementerio del pueblo, hay una veintena de tumbas recientes de paracaidistas rusos.
El cementerio está alfombrado con coronas de flores, mientras que los estandartes del regimiento de hombres ondean al viento. Adjuntas a cruces de madera hay placas con nombres y fechas de muerte.
Todos estos soldados murieron después del 24 de febrero, día en que Rusia lanzó su invasión de Ucrania.
La escena es un claro recordatorio de las "pérdidas significativas" que el Kremlin admite que Rusia ha sufrido en Ucrania.
La invasión fue idea del presidente Vladimir Putin. Él la ordenó. Es su "operación militar especial".
A pesar de las miles de muertes de civiles en Ucrania, el líder del Kremlin no ha mostrado ningún remordimiento, ningún indicio de arrepentimiento por su decisión de atacar a una nación soberana e independiente.
Pero, ¿qué pasa con la población rusa? Más de cinco meses después, ¿creen los rusos que su presidente tomó la decisión correcta?
En las grandes ciudades, como Moscú y San Petersburgo, no es raro escuchar a la gente criticar la "operación especial" del Kremlin.
Pero estoy muy lejos de la capital después de un viaje de nueve horas al noroeste de Moscú.
Salgo del pueblo y me dirijo a la capital regional, Peskov. Cuando paso por delante de una base militar, me llama la atención el eslogan del cartel exterior: "¡Las fronteras de Rusia nunca terminan!".
Peskov es una ciudad fortificada medieval que, en mil años, ha sido testigo de muchas batallas.
Con sus altos muros y torres de vigilancia, la antigua ciudadela es curiosamente simbólica. Así es como el Kremlin retrata a la Rusia moderna: como una fortaleza sitiada y amenazada por Occidente.
En la ciudad, en un deteriorado estadio deportivo de la era soviética, están recreando una batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Las personas que se hacen pasar por partisanos rusos están involucradas en un tiroteo con un grupo vestido como nazis alemanes. Una maqueta de un pueblo ruso está en llamas.
El Kremlin compara lo que está sucediendo en Ucrania ahora con la Segunda Guerra Mundial. Insiste en que hoy, una vez más, los rusos son víctimas, héroes, libertadores: los buenos que luchan contra nazis y fascistas.
Es una imagen falsa. Una realidad paralela. Pero muchos aquí lo creen.
"Mi hijo menor dice que los rusos siempre ganan. Que Rusia siempre saldrá victoriosa. Espero que sea cierto", dice una de las espectadoras, Tatiana. "El pasado nos enseña que la gente dio su vida para que nosotros pudiéramos vivir. Por eso debemos apoyar a nuestros soldados ahora".
Los organizadores del evento no nos permiten hacer preguntas sobre Ucrania. Justo cuando estoy a punto de entrevistar a otro espectador, el director de la recreación nos interrumpe. Él sonríe torpemente.
"Gracias por venir", dice. "Te respeto. Pero debo pedirte que te vayas. Esta es una parte compleja del país".
También es una de las más pobres.
Continúo mi viaje a través de la región de Peskov y conduzco hasta Novorzhev. Rusia puede ser una superpotencia energética, pero esta ciudad no tiene suministro de gas. Todavía se está construyendo.
Para calentar sus casas, mucha gente aquí usa leña. Un bloque de apartamentos que visito no tiene agua corriente. Los vecinos la traen en baldes de un pozo.
En el mercado local me encuentro con la anciana Natalia Sergueyevna.
Más de dos décadas de Vladimir Putin en el poder no le han dado una jubilación cómoda. Para complementar su pensión, Natalia vende todo lo que cultiva en su casa: desde moras hasta plantas en macetas.
A sus 84 años, Natalia todavía trabaja en el jardín, plantando y cosechando papas para recaudar dinero extra. Sin embargo, no culpa a su presidente.
"Me gusta Putin y lo que está haciendo", me dice. "Lo siento por él. No tiene descanso. En cuanto a Estados Unidos y todos esos otros alborotadores, solo quieren dividir a Rusia en partes. No entienden que no deben tratar de humillarnos".
He escuchado las críticas que hace Natalia sobre Ucrania, Estados Unidos y Occidente muchas veces antes en la televisión rusa. No es de extrañar.
En Rusia, la televisión sigue siendo la herramienta clave para formar la opinión pública. Y dado que el Kremlin controla la televisión, prácticamente controla la narrativa y los mensajes en el país. Sobre todo porque los medios independientes en Rusia fueron silenciados.
El resultado: el público ruso está recibiendo una imagen muy filtrada y distorsionada de lo que está sucediendo en Ucrania. Pero la propaganda estatal no funciona aisladamente.
Al igual que el jardín de Natalia Sergueyevna, que produce una gran cantidad de bayas, frutas y verduras, en Rusia hay un suelo fértil para la idea de Rusia como un imperio, una superpotencia, que se impone a sus vecinos y se enfrenta a Occidente.
El Kremlin sabe que su mensaje tocará la fibra sensible de muchos aquí. Pero tocar una fibra sensible es una cosa. Persuadir a los rusos para que se unan a la lucha en Ucrania es otra muy distinta.
"Apoyo la operación militar especial. Muchos de nuestros muchachos han muerto", dice un estudiante de 18 años en Novorzhev. "Si me llaman, iré a pelear. Pero no quiero inscribirme".
"Es nuestro deber luchar si estamos alistados", me dice otro estudiante, Konstantín. "Si no, no me acercaré allí. Ni por dinero, ni por nada. La familia es más importante".
El Kremlin puede dominar el panorama de la información. Pero hay límites a sus poderes de persuasión.
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