Estamos viviendo los momentos más complicados del enfrentamiento entre China y Estados Unidos en décadas. Al respecto, vale la pena destacar tres elementos: (1) Esta confrontación preexiste al Covid y rebasará al Covid; (2) El Covid, no obstante, está acelerando la dinámica conflictiva preexistente, y (3) En medio de la pandemia, China parece estar adquiriendo una ventaja relativa en la rivalidad. Hay que decir, sin embargo, que todo en este momento es muy volátil. La pandemia no ha concluido, lejos de ello, y por tanto es difícil aún extraer conclusiones. Nuevos brotes en China, por ejemplo, o complicaciones económicas para Beijing, podrían cambiar drásticamente el panorama. Además, es imposible efectuar este tipo de análisis sin considerar el grado de asociación que hay entre la economía china y la estadounidense. A veces pareciera que simplemente por decreto o a tuitazos se puede “desaparecer” esta interdependencia tejida a lo largo de décadas sin entender bien que hoy por hoy —y probablemente durante mucho tiempo más— aquello que impacta a cualquiera de las dos superpotencias, inescapablemente impacta a la otra. Dicho lo anterior, no obstante, es un hecho que estamos ante una espiral conflictiva en aceleración.
Detrás de esa espiral tenemos a dos grandes potencias en competencia, una de ellas, el poder existente; la segunda, el poder emergente. La cuestión es que el poder existente —Estados Unidos— está siendo ampliamente percibido por sus rivales como una potencia en decadencia o cuando menos, en repliegue. Washington no parece tener ya la capacidad y la voluntad de estar presente en todas partes del mundo al mismo tiempo, y asumir los compromisos militares, económicos y políticos que eso implica. Ello produce vacíos que esos rivales buscan rápidamente llenar. Estas circunstancias no se limitan a la gestión de Trump. Le preceden y le sobrevivirán. Considere usted la “Doctrina Obama”: la reducción de tropas y bases militares estadounidenses en distintas partes del mundo, y la decisión de avanzar los intereses de la superpotencia a través del financiamiento y entrenamiento de milicias locales. O bien, ya con Trump, la decisión de retirar a las pocas tropas que permanecen en sitios diversos (como Siria, Irak, Afganistán o recientemente, Alemania), o de reducir ejercicios militares con aliados “por su costo” (como con Corea del Sur), y de privilegiar la agenda interna de Estados Unidos, o el enfoque transaccional en las relaciones con sus socios. La confianza y los vínculos de Washington con sus aliados no habían estado tan fracturados desde hacía mucho.
Ahora bien, desde bastante tiempo antes de la pandemia, la rivalidad Estados Unidos-China se ha venido manifestando en muy distintos ámbitos. Estos incluyen áreas como (a) una feroz ciberguerra, (b) una guerra informativa, (c) una carrera tecnológica, (d) una carrera armamentista, (e) roces, choques y desafíos mutuos en zonas disputadas en los mares colindantes con China, (f) la competencia y conflicto por espacios de influencia política y económica en distintas zonas del globo (como por ejemplo, con la Iniciativa Cinturón y Ruta, un mega proyecto chino de infraestructura para conectar a más de 60 países en el mundo). Estos elementos de choque se acentuaron con la administración Trump, añadiéndose ahora otros como la guerra comercial y la cruzada contra Huawei y la 5G, lo que ha venido intensificando una dinámica conflictiva que pareciera cobrar vida propia: a cada acción corresponde una reacción de la contraparte, y así sin parar.
No es difícil comprender los riesgos de esa espiral en ascenso: la reacción requerida para impactar a la contraparte se vuelve cada vez mayor y llega un punto en el cual ni siquiera la enorme asociación económica existente parece ser capaz de detenerla. Los pasos de la una contra la otra se van saliendo de las manos. Ambas buscan todo el tiempo mostrarse fuertes, determinadas e inmunes a la disuasión.
Las primeras semanas de la pandemia prevaleció la impresión de que China resultaría considerablemente debilitada. Su economía se paró en seco. La sociedad china, frustrada con sus autoridades por el manejo de la información y la crisis, protagonizó una especie de revuelta digital que cuestionaba el liderazgo del Partido Comunista. El 2020 iniciaba con Beijing en posición de desventaja para enfrentar a Estados Unidos en temas como la guerra comercial. Hacia el mes de febrero, a Trump se le podía sentir esa posición de fortaleza cuando, de hecho, aplaudía la gestión de la epidemia por parte de Beijing.
Sin embargo, a medida que las semanas fueron transcurriendo, los papeles cambiaron. China pudo contener los contagios y decesos, inició la reactivación de su economía, y Xi Jinping aprovechó el momento para lanzar una cruzada nacionalista que fortalecería su liderazgo. Mientras tanto, asistido por una errática e ineficaz gestión de la crisis sanitaria, el virus hizo presa de Estados Unidos mucho más severamente que en cualquier otro país industrializado. Ahora sí, sumido en sus crisis combinadas (sanitaria, económica, social, política y electoral), Trump se vio forzado a desviar la atención, para lo que ha construido toda una narrativa que culpa a China de sus males.
Pero la realidad es que esa situación —China percibiéndose a sí misma como fortalecida tras su manejo de la crisis, y Estados Unidos hundido en sus propias circunstancias internas y vulnerando sus alianzas externas— resultó en un entorno perfecto para acelerar la dinámica conflictiva ya señalada: se intensificó en Beijing la sensación del vacío percibido y, por tanto, del surgimiento de oportunidades que no se podían desaprovechar.
A lo largo de muy pocas semanas, China dio pasos como estos: (a) ideó y rápidamente puso en marcha una nueva ley de seguridad en Hong Kong para acabar con el movimiento de protestas masivas en esa ciudad, medida que parece implicar el inicio del fin del modelo de “Un país, Dos Sistemas”; (b) se confrontó con tropas indias en varias zonas disputadas por ambos países ocasionando los primeros muertos por ese conflicto en décadas; (c) submarinos chinos navegaron por zonas disputadas con Japón generando tensiones con Tokio; (d) incrementó su actividad militar en cielos y mares de Taiwán, y (e) aumentó también sus operaciones en sus mares del sur en zonas disputadas, estableciendo dos nuevos distritos en esos mares, hundiendo un barco pesquero de Vietnam, acosando a un buque petrolero de Malasia y aumentando los patrullajes aéreos a lo largo y ancho de toda la región.
Estas acciones no pueden ser revisadas de manera aislada, sino como parte de la dinámica descrita la cual, por supuesto, va provocando reacciones. La Casa Blanca está buscando producir justamente la imagen contraria a su supuesta debilidad. El Departamento de Estado ya “descertificó” la autonomía de Hong Kong, el Tesoro ha iniciado ya con las primeras sanciones en contra del territorio. Washington está redoblando su guerra tecnológica yéndose ahora contra aplicaciones como TikTok (cuya compañía creadora tiene sede en China). Trump ha suspendido la posibilidad de una nueva fase del acuerdo para detener su guerra comercial contra Beijing. Del lado militar, Estados Unidos está aumentando las expediciones de “libertad de navegación” para desafiar el control chino de sus mares colindantes. Del lado armamentista, Estados Unidos mantiene su posición de retirarse de los acuerdos de control de armas existentes hasta que China no esté incluida en ellos. Y desde lo político y diplomático, Trump mantiene su ofensiva contra Beijing culpándola de ser la “causante” de la pandemia, se lanzó contra la Organización Mundial de la Salud, a la que acusó de estar infiltrada por China, cerró el consulado chino en Houston y está incrementando las restricciones a la entrada de ciudadanos chinos a Estados Unidos.
Las reacciones por esta situación no se limitan a Washington y a Beijing. Los países europeos han tenido sus propias disputas diplomáticas con China. Reino Unido parece estarse alineando con la Casa Blanca en su guerra contra Huawei. Australia, preocupada por el hueco que está dejando Washington, su mayor aliada, ha anunciado que iniciará un programa de misiles balísticos y efectuará ejercicios militares conjuntos con la India. De su lado, China reactivó conversaciones con Irán —país que ha sido uno de los mayores blancos de la administración Trump— para retomar un acuerdo que no solo favorecerá un enorme flujo de inversiones y comercio entre Beijing y Teherán, permitiendo a Irán esquivar las sanciones estadounidenses, sino que podría detonar una colaboración militar entre ambos rivales de Washington.
Por último, nada de esto significa que mañana “estallará” una confrontación militar entre China y Estados Unidos. Estamos ante un proceso de largo plazo, una rivalidad estructural que parece estar siendo acelerada por el Covid. Sin embargo, hay que comprender muy bien los peligros: el mayor consiste en la activación y alimentación de una espiral conflictiva que cada vez va escalando hacia niveles superiores y esferas de choque potencial. El otro peligro consiste en que, bajo las circunstancias actuales, uno de los dos rivales —China— se autopercibe lo suficientemente fortalecida como para dar pasos decisivos que desafían a su contraparte y/o a sus aliados y vecinos, mientras que el otro rival —Estados Unidos— seguirá tomando sus propias medidas para tratar de demostrar que, a pesar de sus actuales predicamentos, se mantiene como el poder hegemónico que ha sido durante el último siglo. Entender que esa espiral puede y seguirá ascendiendo debería ser suficiente para recordarnos la historia y generar conciencia sobre los riesgos de seguir alimentando dinámicas que podrían salirse de las manos de todas las partes.