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Al pequeño le decían Chicha. O Chicharrón. Tenía 8 años y Sandra Villalba lo recuerda como “travieso”, jugando siempre con sus amiguitos. Luis Hualde cuenta que hace dos semanas había ido a cortarse el pelo y pedía ayuda con su tarea: “Se preocupaba por el estudio, quería salir adelante”.
Chicha también era uno de esos niños y niñas (entre 25 y 35, según Sandra y Luis) que suelen frecuentar a diario “El Volcadero”, el basural a cielo abierto del barrio San Martín del municipio de Paraná, en Entre Ríos, Argentina. En ese barrio se estima que el 95% de las cerca de 200 familias viven de la recuperación de residuos. Fue allí donde este domingo a la tardecita el chico murió aplastado por un camión de basura que volvía con los desechos de restaurantes del centro de la ciudad. Estaba haciendo lo que hacen tantos niños como él todos los días: buscar calmar el hambre con lo que la trae la basura .
Sandra es voluntaria de Mensajeros de Francisco, una agrupación que surgió en plena pandemia para brindar contención emocional a las familias del “San Ma”, como se conoce a ese barrio donde proliferan los “ranchitos” levantados con chapas y lonas. Luis es fundador y tallerista de la Fundación Puentes, que desde hace años trabaja ahí, pegada a El Volcadero, ofreciendo talleres de oficios y una escuela para adultos.
Ambos conocían a Chicha. Ambos aseguran que la suya fue la más trágica crónica de una muerte anunciada. Ambos advierten que muchas chicas y chicos, como él, deambulan entre toneladas de basura, todos los días, poniendo en riesgo sus vidas .
“Cuando no están en la escuela, muchos chicos van al basura. Cada vez que llegan los camiones, salen corriendo a ver quién encuentra algo primero. Los están esperando desde antes, sobre todo a los que vienen con los desechos de las casas de comidas rápidas . Eso solía hacer también Chicha. A veces ya es de noche y es muy difícil que quienes manejan los camiones los puedan ver. Las familias van las 24 horas y a la noche prenden linternas”, cuenta Sandra.
Cuando la oscuridad se traga todo, las personas se vuelven lucecitas entre la nada.
“El riesgo de cortarse o pincharse es altísimo”
La realidad del barrio San Martín, en Paraná, forma parte de un panorama mucho más complejo. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), en el primer semestre de este año, Entre Ríos tenía la segunda ciudad con mayores índices de pobreza del país: Concordia (49.2%), que le sigue de cerca a Gran Resistencia, en Chaco (49.9%).
Detrás de las cifras frías, están las historias concretas. Hay imágenes que son, para Sandra, imborrables. Como está: “Vi en dos oportunidades a niños peleándose con los chanchos por la comida, porque los animales te corren. Me acuerdo de un nene que estaba mirando una hamburguesa o un choripán y el chancho miraba lo mismo. Se median a ver quién llegaba antes. Y llegó el chancho”.
O esta: “Muchas veces los chicos me dicen ‘mirá seño lo que tengo’, y me muestran un buzo que encontraron en la basura. Todo lo que encuentran se lo ponen o se lo comen . Es muy triste”.
Y esta otra: “He visto un nenito comiendo al lado de una bolsa donde habían tirado un perro muerto. El riesgo de cortarse, pincharse con agujas o lastimarse con cualquier cosa es permanente”.
También sensaciones que la marcaron: “Cuando caminás por la basura, te hundís. Yo camino por ahí muchas veces con los gurises y tenés que ir como saltando porque te chupa. Es una sensación fuerte ”.
Como el basural es una especie de cráter en medio del barrio, los días de calor, Sandra cuenta que “ahí abajo deben hacer como 50 grados, porque prenden fuego la basura o se incendia sola”. Ella es mamá soltera y empezó a ir al San Martín en 2020, en plena pandemia. Había terminado un largo tratamiento de quimioterapia y lo sintió como una “misión”. Al principio fue acompañada de su hijo de 20 años, que estudia psicología, y luego empezaron a formar un pequeño grupo de voluntarios. Les dan catequesis, hacen actividades para los chicos y buscan estar cerca de las familias.
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Se enteró de la muerte de Chicha por un mensaje que le mandó una joven de uno de los merenderos del barrio: “Sentía mucha angustia. Esta tragedia se podría haber evitado. El trabajo que hacemos es una forma de decirles que no están solos, pero no es suficiente”.
Entrar a El Volcadero, cuentan Sandra y Luis, no representa ninguna dificultad para los chicos. No hay rejas ni nada por el estilo. Cuando salió la noticia de la muerte de Chicha, algunas personas dijeron que el chico se colgó de la parte de atrás del camión “porque estaba jugando”. Sandra se indigna. Le duele demasiado. “Eso no es correcto. La realidad es otra. Veo muchos nenes solitos, de 11 o 12 años. Lo de Chicha fue una tragedia y todos somos culpables”.
Culpables, dice, porque se venía venir desde hacía rato. Y Luis coincide.
“Lamentablemente, no es una historia nueva”
“La pandemia marcó un recrudecimiento de las condiciones de pobreza, en un contexto en el que ya teníamos ausencias de respuestas específicas”, reconoció Marisa Paira, ministra de Desarrollo Social de Entre Ríos, en diálogo con LA NACION durante una investigación el marco del espacial “Hambre de Futuro”. Allí se exponía la problemática de tantas chicas y chicos que, como Chichan, sobreviven con sus familias de la basura, y se indagaba en las políticas públicas que está desplegando el gobierno local para intentar contentarla.
Por su parte, Luis cuenta que en el barrio de San Martín algunos vecinos integran parte de pequeñas cooperativas de recuperadores urbanos (separan cartones, vidrio, cobre y lo venden) y trabajan tomando medidas de seguridad. P ero muchas están sumergidas en la informalidad .
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La escuela El Nazareno, de la Fundación Puentes, busca garantizarles a los adolescentes y jóvenes del barrio un futuro donde puedan tener otras alternativas. “Hace un mes le pregunté a un niño que está por terminar la escuela qué quería hacer después y me respondió: ‘Voy a ser cartonero’ . No está bien ni mal, porque de manera ordenada y reglamentada, se puede vivir bien como recuperador e incluso ayudar al medio ambiente. Pero el tema es que no sea la única posibilidad”, dice Luis.
La escuela de la fundación es para mayores de 16 años y asisten 80 adolescentes y adultos. Mientras que los talleres de panadería y peluquería forman a los jóvenes en dos oficios muy demandados en la zona: panadería y peluquería. Fue allí donde Chicha fue a hacer de “modelo” para los estudiantes que le cortaron el pelo. Estaba contento.
Hace dos años, junto a otras organizaciones barriales, la Fundación Puentes presentó una propuesta para cercar e iluminar el basurero, que los adultos puedan trabajar de forma y segura y que no se permita el ingreso de niñas y niños al lugar. “Si bien hubo participación en las asambleas de voceros del municipio, no pasó nada y con la pandemia todo se estancó”, se lamenta Luis.
Seis meses atrás, recuerda que hubo otro hecho similar al de Chicha, que también podría haber terminado en tragedia. Un niño se cayó de un camión y estuvo a punto de ser aplastado, pero logró zafarse. “No se tomó ningún recaudo frente a esta situación que claramente iba a volver a pasar. La de Chicha, lamentablemente, no es una historia nueva”, concluye.
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