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San José.— El domingo 23 de marzo de 1980 quedó marcado para siempre en la dramática y sangrienta historia de muerte, violencia y marginación de El Salvador.
Desde el púlpito de la catedral de San Salvador, monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez lanzó un contundente llamado al ejército salvadoreño y “en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos.
“Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla”, recalcó el entonces arzobispo de San Salvador, la voz más influyente en el país centroamericano en vísperas de la explosión de una guerra civil.
En un sermón titulado Homilía de fuego, el pastor clamó: “Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios que cese la represión”.
La exigencia estremeció a los seguidores del prelado y golpeó a sus enemigos de las radicales fuerzas salvadoreñas anticomunistas de políticos, empresarios, militares y escuadrones paramilitares de la muerte.
Cerca de las 18:30 del día siguiente, y en el momento en que monseñor levantó el cáliz con sus manos para consagrar las hostias en una misa en otro templo capitalino, se oyó un balazo… y luego dos más: con el primer disparo cercano al corazón, Romero fue herido de muerte por un francotirador.
El arzobispo murió la misma noche de lunes 24 de marzo de 1980, otro día crucial para un país en el que ese magnicidio detonó ese año un conflicto bélico que finalizó en 1992 y dejó de 75 mil a 80 mil muertos por el choque entre las guerrillas izquierdistas y el ejército de la oligarquía derechista.
Una comisión de la Organización de las Naciones Unidas creada al finalizar la guerra determinó que el autor intelectual del crimen fue el líder derechista y paramilitar Roberto D’Aubuisson, mayor retirado de la inteligencia militar y símbolo anticomunista. Fallecido de causas naturales en 1992, D’Aubuisson rechazó los cargos.
El santo. Romero será canonizado hoy en Roma, a 38 años de su muerte, a 28 de que la cúpula católica de El Salvador pidió iniciar su beatificación y a tres de que el Vaticano le beatificó al reconocer que su asesinato fue un martirio por “odio a la fe”.
Derribado como víctima de la mortal sangría política salvadoreña, Romero será canonizado por un hecho de vida en su país.
En grave estado de salud por su embarazo, la salvadoreña Cecilia Rivas cayó en 2015 en un coma inducido y estuvo al borde de la muerte. Su familia se aferró a una postal del ya beato y la mujer superó la crisis.
El Vaticano solicitó exámenes médicos y estableció que la salvadoreña se curó y el bebé se salvó por un milagro de Romero.
Así, hoy nacerá San Romero de América. Pero el segundo de los ocho hijos de Santos Romero y Guadalupe de Jesús Galdámez —nacido el 15 de agosto de 1917 en el oriental departamento (estado) de San Miguel— fue ordenado en 1942 y arzobispo desde 1977 y es santo hace casi 40 años para muchos en América.
El trámite de beatificación fue paralizado hace más de 20 años por los papas Juan Pablo II (fallecido en 2005) y Benedicto XVI (emérito desde 2013), ante la opción de beatificar a un baluarte de la Teología de la Liberación —“hambre de Dios sí, hambre de pan no”— y de las guerrillas marxistas latinoamericanas de las décadas de 1970 y 1980.
El papa Francisco, jesuita y latinoamericano, desbloqueó el proceso en abril de 2013. Sin ser miembro de la Teología de la Liberación, Romero fue referente de la subversión salvadoreña contra una oligarquía político-militar controlada por 14 familias.
A todos heredó su homilía de fuego, pero la muerte, la violencia y la marginación marcan todavía a El Salvador.