Bruselas.- La vida en la capital de Europa poco a poco se asemeja a la ciudad fantasma en la que se convirtió en noviembre de 2015, pero en ésta ocasión no es la violencia yihadista la amenaza que mantiene en casa a los bruselenses, sino la que supone el misterioso Covid-19.

Restaurantes, cafeterías, museos, centros culturales, bibliotecas, albercas y gimnasios lucen el cartel de “cerrado”, en cumplimiento con el decreto gubernamental en vigor desde el primer minuto del sábado, como parte de la emergencia sanitaria declarada en todo el territorio nacional.

Las escuelas han suspendido actividades y solo ofrecen asistencia, en formato de guardería, a los hijos que operan los servicios esenciales, como son médicos, enfermeras,  bomberos y policías.

Las tiendas de artículos personales, desde calzado hasta telefonía, siguieron operando el martes, aunque a partir de hoy no lo harán más.

El temor de muchos se ha cumplido, Bélgica ha decidido seguir a Italia, España y Francia en la guerra declarada al coronavirus. A partir del mediodía de hoy vivirá un estado de confinamiento, de restricción de movimientos no esenciales al menos hasta el 5 de abril.

Las únicas salidas serán para ir al médico, realizar compras de alimento, cargar gasolina, o   para hacer deporte al aire libre, de preferencia en solitario.

El anuncio de la primera ministra Sophie Wilmes tuvo lugar en un momento en el que el número  de infectados por coronavirus   va en ascenso. En menos de 24 horas se reportaron 185 nuevos casos, elevando la cifra a mil 243 personas infectadas y 10 muertos, de acuerdo con el Comité Científico encabezado por  Steven Van Gucht y Emmanuel André.

“Todavía falta para alcanzar el pico”, afirma Geert Meyfroidt, titular del departamento de cuidados intensivos del Hospital Universitario de Lovaina.

La batalla histórica que libra Bruselas en contra del Covid-19 trae a la memoria las imágenes que marcaron a esta ciudad durante el estado de sitio decretado entre el 21 y 25 de noviembre de 2015, en respuesta al riesgo inminente de un ataque de la misma yihad que ocho días antes había estremecido la capital francesa.

El coronavirus ha ausentado a los curiosos de las calles de la metrópoli, y los pocos que se aventuran a salir en la antesala al confinamiento muestraron comportamientos no habituales, como usar guantes de látex, tapabocas o abrir las puertas de lugares públicos con el pie, el codo o el hombro.

Ni siquiera hubo “valiente” que se atreviera a tocar la estatua de bronce de  Everard ‘t Serclaes,  ubicada en uno de los edificios de la Gran Plaza. La tradición dice que quien pasa la mano por la obra del artista belga Julien Dillens ve cumplidos sus deseos y volverá a Bruselas. La pieza brilla como el oro por tanto manoseo, pero ya nadie la frota por miedo a contraer el virus.

Igualmente covid-19 ha dejado al símbolo de la ciudad, la estatuilla del niño orinando en la pila de una fuente,  Manneken Pis, sin prenda de vestir. Por estas fechas debía lucir un traje irlandés o de los  Noirauds, la asociación belga más antigua de asistencia a los niños más desfavorecidos, pero no es el caso.

En el elegante vecindario Sablon, al que suelen acudir las esposas de los diplomáticos a tomar el té, sólo desafiaron la pandemia las casas de los maestros chocolateros,  Marcolini, Neuhaus y Godiva, manteniendo sus cortinas abiertas, mientras que la Gran Plaza, al igual que el barrio europeo, lució desierta.

Las instituciones comunitarias han suspendido todas las visitas y actividades, y los funcionarios trabajan por videoconferencia desde sus hogares.

Las tanquetas y los militares equipados con armas largas, continuan patrullando las calles un ambiente de medidas excepcionales nunca antes vistas en tiempos de paz, aunque ahora el enemigo número uno es uno invisible y esquivo.

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