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Beth Thomas
tenía solo seis años cuando sus profundos ojos azules impactaron a la sociedad estadounidense luego de que un documental sobre su vida fuera emitido en la televisión. Impávida y con hastío, Beth narraba cómo intentaba asesinar a su hermano menor, en qué momento iba a matar a sus padres y por qué había robado cuchillos de la cocina familiar.
La grabación formó parte del documental de 1990 Child of rage (la niña de la furia) , en el que Beth cuenta en primera persona sus sentimientos, deseos y experiencia. A pesar de su corta vida, había sufrido brutales abusos por parte de su padre biológico. La niña había sido diagnosticada de trastorno reactivo del apego , una condición en la que los niños pequeños no logran establecer vínculos saludables con sus padres o cuidadores debido al abuso extremo. Sus signos de psicopatía habían sido desarrollados como una forma de autodefensa ante el mundo exterior.
Parecía estar destinada a ser asesina y a no sentir jamás empatía, pero su destino fue otro.
Una infancia marcada por abusos
Beth y su hermano, Jonathan, vivían junto a su padre biológico en un estado de total abandono. Su madre había fallecido cuando la niña tenía un año.
Ambos tenían signos de haber sido maltratados y abandonados, y sus condiciones de alimentación e higiene eran precarias. Beth presentaba marcas de haber sido abusada sexualmente por su padre y podía pasar un día entero solo con una caja de cereales para comer.
Jonathan vivía recostado en una cuna, rodeado de orina y pañales sucios, y su cabeza estaba deformada, por haber pasado tanto tiempo en la misma pose. Mientras la parte de atrás era completamente plana, su frente tenía protuberancias. El niño tenía siete meses y la falta de estímulo había repercutido en sus capacidades: no podía levantar la cabeza ni darse vuelta.
El estado de salud de ambos era tan alarmante, que servicios sociales debió intervenir y los menores fueron rescatados. Beth tenía solo un año y medio, pero la traumática experiencia iba a marcar su personalidad, desarrollo y vínculos. Beth se acordaba de todo.
En 1984 los hermanos fueron dados en adopción a una pareja que llevaba 12 años de casada. “No necesitábamos niños para completar nuestras vidas. Nos sentíamos seguros con nosotros y nuestra relación y queríamos compartir eso con alguien más. Sentíamos que teníamos mucho para dar y transmitir a nuestros hijos”, observó el padre adoptivo, que era pastor en una iglesia metodista del sur del país, años más tarde.
La madre consideró la llegada de Beth y Jonathan como “la respuesta a un sueño”. Ninguno de los adultos esperaba que los niños tuvieran problemas emocionales tan graves.
“Quiero matar a mi hermano”
Con el paso de los años, Beth, quien tenía solo seis años, comenzó a mostrar conductas agresivas y sexuales que iban incrementándose, hacia su hermano, sus padres adoptivos y animales domésticos.
Sus arrebatos de violencia iban dirigidos especialmente contra Jonathan, quien en una ocasión debió ser hospitalizado luego de que la niña golpeara repetidamente su cabeza contra un piso de concreto, en un intento de quitarle la vida. El niño debió recibir puntos en la pera luego del ataque. “Pensaba matarlo”, confesó Beth al recordar el episodio.
Otras veces, la niña esperaba a que sus padres no la vieran para golpear fuertemente a su hermano menor en el estómago. Además, le clavaba alfileres, en un intento de hacerlo sufrir. También acosaba sexualmente al niño, y luego narraba los hechos con naturalidad.
La situación era inmanejable para los padres, quienes no lograban controlar a la niña. En un intento de proteger al hermano, colocaron un pestillo en la habitación de Beth y la encerraban de noche, para evitar que continuara haciendo daño.
Sus comportamientos destructivos la llevaban a autolesionarse, y su conducta sexual la llevaba a lastimarse a sí misma hasta el punto de tener que pedir ayuda médica.
Beth también tenía deseos de asesinar a sus padres con un cuchillo y, aunque nunca había matado a un ser humano, torturaba a las mascotas de la familia y llegó a matar pájaros.
Sus actos de violencia eran cada vez más crueles y escalofriantes. Un día la madre descubrió que faltaban varios cuchillos en la cocina, y supuso que había sido Beth, pero por precaución decidió no encarar a la niña ni mencionar la desaparición. Sin embargo, luego de que pasaran varias semanas, un día Beth se encontraba sentada en la mesa dibujando y le preguntó: “¿Cómo son esos cuchillos que te faltan, mamá?”, a lo que la madre le preguntó de qué cuchillos hablaba.
“¿No eran plateados y así de largos?”, agregó Beth, con una sonrisa en la cara. Su objetivo era matar a Jonathan, a su madre y a su padre con ellos, según ella misma admitía con franqueza.
Una terapia extrema
Las repercusiones de los abusos de los que había sido víctima cuando era pequeña la habían llevado a una ira incontrolable, y la niña tenía pesadillas en las que un hombre se le caía encima y la lastimaba. Preocupados ante la situación, sus padres adoptivos intentaron ayudarla de distintas maneras y la llevaron a innumerables especialistas. Las agresiones eran incesantes hasta el punto de que era imposible continuar una vida sana.
Todo cambió cuando conocieron al terapeuta Ken Magid, psicólogo clínico especializado en niños maltratados y víctimas de graves abusos, tan traumatizados durante los primeros años de vida, que no establecen lazos afectivos con otras personas. El médico trabajaba con niños que no podían aceptar amor, que no tenían conciencia y que podían herir e incluso matar sin remordimiento.
La propuesta era una terapia intensiva de modificación de comportamiento, y parte de las sesiones con Beth fueron grabadas y formaron parte del documental que fue exhibido en la televisión estadounidense.
En las primeras imágenes del reportaje, se ve a Beth diciendo que su hermano le tiene miedo, porque ella lo lastima “demasiado”. Cuando el terapeuta le pregunta por qué quiere matar a su hermano, ella no duda en responder: “Porque me hicieron mucho daño y no quiero estar cerca de la gente”.
A su vez, narra cómo era su relación con los padres.
-¿Qué les harías, Beth?
-Apuñalarlos.
-¿Con qué?
-Un cuchillo.
Después de evaluar el alcance de los problemas psicológicos de Beth, el especialista consideró que lo mejor era apartarla del resto de la familia.
En abril de 1989, la niña fue llevada a una residencia especializada en niños con trastornos de apego que son un peligro para sí mismos y para terceros. Allí Beth convivió con menores que habían asesinado a sangre fría. La terapia consistía en imponer extremas restricciones: Beth debía pedir permiso para todo, incluso para beber agua e ir al baño. Parte del objetivo era reconstruir el autoestima de Beth para que se autopercibiera como una persona que tenía valor.
En el entorno controlado Beth no dejaba de mostrar signos de mejoras y hasta comenzaba a desarrollar una diferenciación entre lo bueno y lo malo. En el hogar, también debía darle de comer a varios animales de granja y parecía responder al afecto. Reía e interactuaba con otros seres vivos y hasta abrazaba a su terapeuta. Poco a poco Beth comenzó a tener más contacto con otros niños, fue enviada a la escuela, se hizo amigos en la iglesia y empezó a participar en un coro.
Tan solo habían pasado un par de meses desde que Beth había admitido que su deseo era asesinar a su hermano y a sus padres, pero el cambio era rotundo. La niña se manifestaba arrepentida por cómo había tratado a su hermano, ya no se autilesionaba y se lamentaba por “haber hecho daño a las personas”.
Aunque aún faltarían varios años más para una recuperación completa, Beth lloraba al recordar su oscuro pasado. “Cuando lastimo a otras personas, me lastimo a mí misma”, llegó a confesar ante la cámara, antes de romper en llanto.
Una vida dedicada a ayudar
Luego de su fugaz “reconocimiento”, Beth no volvió a ser noticia en los medios, pero logró superar sus traumas. Se recibió de enfermera en la Universidad de Colorado y en la actualidad trabaja en cuidados intensivos neonatales.
Además, dedica su vida a ayudar a familias y niños con trastorno reactivo del apego a través de la ONG Attachment, fundada por su madre adoptiva.
En 2007 lanzó su libro "Más que un hilo de esperanza", en el que cuenta su historia para ofrecer un mensaje de esperanza a quienes sufren trastornos de apego, o tienen familiares en esa situación.
A su vez, en 2010 ganó el premio a la Enfermera del Año de Mountain West. En esa ocasión, sus compañeros de trabajo la definieron como una persona con “paciencia sin fin, cálida, cariñosa y con un increíble sentido del humor”.
afcl