El turismo es una bestia que todo lo engulle: lo bueno y lo malo. Por eso, la muy turística Barcelona tardó ayer pocas horas en recuperar una precaria normalidad tras los atentados que el jueves causaron 14 víctimas y más de 100 heridos.

Desde muy temprano, los turistas volvían ayer a poblar las terrazas de La Rambla, los bares estaban abiertos y los barceloneses se sentaban en los bancos observando el curioso paisaje de paseantes de diversos países.

Pero esta vez los paseantes eran ligeramente diferentes: a los extranjeros rubios que buscaban su hotel arrastrando las maletas se sumaban decenas de periodistas y de policías de incógnito que pedían abrir sus bolsas a quienes les parecían sospechosos.

El suelo de La Rambla, cubierto el jueves de heridos, amanecía ayer impoluto. Ni una mancha, ni un cristal ni una hoja de las cientos de flores que derribó la furgoneta pilotada por un simpatizante del Estado Islámico.

En la calle se mezclaban las conversaciones rutinarias con relatos escalofriantes de la noche. “Unos instantes antes, yo estaba ahí. Acababa de entrar por una bebida. Al salir y ver a la gente en el suelo, me di cuenta de que los ruidos que había oído eran un atentado. Me entró una mezcla de rabia y miedo”, recuerda Manuel, quien estaba en uno de los bares de La Rambla al momento del atropello.

También se oían quejas por los efectos colaterales de la ola de pánico tras los ataques. Frente al restaurante El rey de Estambul, donde se divulgó el jueves que uno de los terroristas se había atrincherado con unos rehenes, el camarero protestaba: “Era mentira. Nos metieron en la historia y aquí nunca hubo nadie”.

El momento de la catarsis llegó a mediodía. La convocatoria de un minuto de silencio en Plaza de Cataluña en honor a las víctimas se convirtió en un acto reivindicativo de miles de personas —hasta 100 mil, según algunos medios españoles—.

La ceremonia, presidida por el rey de España, el presidente Mariano Rajoy y el presidente catalán, Carles Puigdemont, terminó estallando en gritos de “No tinc por” (“No tengo miedo”, en catalán) contra los yihadistas. Luego, miles de personas bajaron desde la plaza por La Rambla, siguiendo el recorrido del camión del terrorista, y deteniéndose sobre el mosaico de Joan Miró donde quedó bloqueada la furgoneta.

Ello era importante en una ciudad como Barcelona, definida por la convivencia de numerosas minorías étnicas, muchas de ellas musulmanas. Paquistaníes y marroquíes marchaban ayer con naturalidad, siguiendo los llamados de la alcaldesa, Ada Colau, y de Puigdemont “a no romper el modelo de integración” de Barcelona.

“Claro que se siente un ambiente raro”, explicaba la barcelonesa Blanca Hojas, quien no pudo tomar el tren para ir a visitar a su hijo por los cortes que persistían en el transporte: “Por la calle nos miramos, como sabiendo que ha pasado algo muy raro. Recordamos la última vez que anduvimos por La Rambla. Yo lo hice el miércoles a la misma hora del atentado para ir al cine”.

Entre los turistas había algunos visiblemente afectados que derramaban lágrimas al paso de los manifestantes. Algunos incluso cambiaron sus planes vacacionales: “Íbamos a ir a ver monumentos, pero al final decidimos acercarnos a comprar flores a El Corte Inglés para ponerlas en el altar de las víctimas. Lo que pasa es que no quedaban. Sí hemos decidido participar en el minuto de silencio”, contaba Irene, de Sevilla, mientras hacía cola para que la policía la registrase antes de permitirle entrar al homenaje en la plaza de Cataluña.

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