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"Muchos pensarán que estoy loca".
Las palabras son de Natalia Moroz, una ucraniana quien tras pasar tres meses de 2022 refugiada en España decidió volver a su país. Esto, a pesar de que la invasión rusa está lejos de terminar y de que su vida, como la de millones de compatriotas suyos, está en riesgo por los constantes bombardeos de las tropas del Kremlin.
El caso de esta mujer de 51 años no es único. De acuerdo con la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) unos 5.5 millones de ucranianos han regresado a sus hogares desde el verano boreal pasado, la mayoría eran desplazados internos pero 1.1 millones estaban en el extranjero. Por su parte, desde el Centro de Investigación y Análisis de las Migraciones (CReAM) estima que unos 30 mil ucranianos están volviendo diariamente desde los países europeos a los que huyeron.
BBC Mundo conversó vía videoconferencia con Moroz, quien es psicóloga y madre de una joven de 21 años, para averiguar los motivos que la llevaron a volver a Kiev, ciudad en la que reside. A continuación presentamos su relato en primera persona, tal y como nos lo contó.
"Ucrania es mi casa, es mi sitio y aquí está mi gente"
Sé que muchos pensarán que estoy loca por haber dejado la seguridad y hasta comodidad que tenía en España, pero Ucrania es mi casa, es mi sitio y aquí está mi gente. Y si hay posibilidades de vivir aquí, por pequeñas que sean y sin importar los peligros que impliquen, pues prefiero estar aquí.
Aunque las amenazas de las bombas son constantes no me arrepiento de haber vuelto, porque en primer lugar nunca me quise ir, pero para abril (de 2022) mi esposo y yo decidimos que era lo mejor.
Sin embargo, esa decisión fue forzada, no fue como cuando decides irte de vacaciones.
Cada vez que salía a pasear a mi perro era una tortura, porque escuchaba las explosiones por un lado y por otro. Ya no escuchaba los pájaros, autos o aviones, sino puros: ¡boom! Por las noches habían menos explosiones, pero era más intensas y fuertes, lo cual me impedía dormir.
Recuerdo que un día mi perro estornudó y yo salté como si una bomba hubiera caído a mi lado. Allí entendí la magnitud del estrés que estaba viviendo. Y me di cuenta de que me desmoronaba.
Pero el hecho de que Ucrania resistiera a la invasión rusa y no cayera en cuestión de días, como todo el mundo creía que ocurriría en febrero de 2022, me dio confianza para volver.
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Pánico total
A las 5:00 de la mañana del 24 de febrero me llamó mi hermana, quien vive a unos 50 kilómetros a las afueras de Kiev, para decirme que la guerra había comenzado. Yo no lo podía creer.
Ella me dijo que estaba escuchando explosiones y que veía los destellos de las bombas que caían en el aeropuerto de Boryspill (la principal terminal aérea de la capital ucraniana). De inmediato desperté a mi esposo y a mi hija María, les pedí que se vistieran y salí al pasillo y comencé a tocar las puertas de mis vecinos, para advertirles de lo que estaba ocurriendo.
"Yo estaba en pánico, no sabía qué hacer, pero sabía que quería huir"
Nos pusimos a hacer las maletas, sin a saber a dónde iríamos. Y mientras empacábamos encendí la televisión para ver qué decían en las noticias. Los noticieros ya informaban que el tráfico en Kiev estaba colapsado, por la cantidad de personas que quería dejar la ciudad.
Casi de inmediato comenzaron a sonar las alarmas antiaéreas y eso aumentó mi miedo. Era la primera vez que las escuchaba y no sabía qué significaban. ¿Los rusos habían llegado? ¿Venían los aviones a atacar la ciudad?
Recuerdo que nos sentamos en el pasillo del edificio, porque no sabíamos dónde estaba el refugio antiaéreo.
Pasamos ese primer día hablando por teléfono con los familiares que teníamos en Kiev y en las cercanías, para tratar de decidir qué hacer, a dónde ir, pero fue imposible.
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Del campo al norte de España
Al finalizar el día 24 unos amigos que viven en las afueras, en una zona boscosa, nos invitaron a ir a su casa y quedarnos allí durante un tiempo. Mis amigos nos dijeron que era mejor salir de Kiev, porque el objetivo de los rusos sería tomar la ciudad para derrocar al gobierno (de Volodimir Zelensky).
Allí pasé las primeras semanas de la invasión, hasta que salí rumbo a España.
Como estuve aislada del mundo exterior durante varios días, al llegar a la estación del tren y ver a tantas personas, sobre todo mujeres y niños nerviosos y llorando, me dio mucha ansiedad.
Subirme al tren que me llevó a Polonia fue algo aterrador, porque en ese momento la prensa reportaba que los rusos estaban atacando trenes y temía que nos cayera un cohete o algo así.
Al llegar a Polonia pasamos ocho horas dentro del tren, porque los agentes fronterizos polacos no nos dejaban salir a todos al mismo tiempo. Hubo un momento en el que ni siquiera teníamos agua para beber y la gente estaba desesperada y molesta.
Cuando logré cruzar la frontera tomé otro tren hasta Varsovia (capital de Polonia), donde me quedé dos días con un sobrino. Mi sobrino acogió en su pequeño apartamento a cinco miembros de nuestra familia. Y desde allí tomé un avión a España.
En la ciudad de A Coruña (al norte de España) me encontré con mi hija, quien había llegado allí semanas antes con unos amigos que a los días de iniciada la invasión la invitaron a irse con ellos.
Cuando llegué ya ellos habían conseguido un apartamento, gracias al apoyo de AGA Ucraina (una organización no gubernamental creada tras la invasión rusa y que ha brindado atención a los refugiados ucranianos que han llegado a la ciudad, ubicada en la norteña región de Galicia).
Al llegar a España recuerdo que me senté en una cafetería a tomarme un café y me puse a ver a las parejas y familias que estaban sentadas compartiendo en ese local y de repente me llené de rabia. ¿Por qué? Porque yo tuve esa misma rutina tranquila y de repente me la robaron.
No me molestaba que los españoles estuvieran haciendo su vida como si nada estuviera pasando en el mundo, lo que me molestaba es que yo hubiera perdido esa normalidad, esa tranquilidad que para algunos puede ser aburrida.
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Cada día un susto
Desde que comenzó la invasión mis mañanas empiezan encendiendo el teléfono para abrir Whatsapp y revisar cuándo fue la última vez que se conectaron las personas que tengo en mi lista de contactos.
Como no puedo pasar todos los días llamando o escribiéndoles a todos mis familiares y amigos, al ver que se han conectado recientemente al menos tengo una evidencia de que siguen vivos.
Agarrar el teléfono cada mañana representa un susto, porque no sabes con qué noticia te vas a encontrar.
El momento de más miedo que pasé en estos meses fue cuando no pude comunicarme con mis padres, quienes viven en Lugansk (una de las provincias al este de Ucrania que está bajo total control ruso desde el inicio de la invasión).
El pueblo de mis padres, Shchastia (que significa felicidad en ucraniano), fue tomado y destruido en casi el 80% por los rusos.
Como mis padres son muy mayores no pudieron escapar y pasé dos semanas sin saber de ellos, porque las líneas telefónicas no funcionaban. No sabía si estaban vivos o no. Fue algo muy desesperante.
De videollamada en videollamada
A mi marido no lo volví a abrazar ni ver en persona hasta el verano de 2022, pues él me dejó en la casa de esos amigos donde estuve las primeras semanas de la invasión, pero no se quedó conmigo.
Mi esposo volvió a Kiev a vigilar el hotel que regenta en el centro de la ciudad y allí permaneció el tiempo que estuvimos separados.
Todos los días hablábamos por Whatsapp. Para mí era muy importante verlo y conversar (Natalia hace una pausa, toma aire y se seca las lágrimas de los ojos). Mi hija también participaba en muchas de esas conversaciones, porque extrañaba mucho a su padre.
En muchas de esas videollamadas cuando se nos acababa la conversación nos quedábamos viéndonos el uno al otro y mostrándonos lo que hacíamos en ese momento o dónde estábamos.
Esas llamadas y las sesiones de terapia que ofrecer a otros refugiados ucranianos que llegaron a A Coruña me ayudaron a sobrellevar la separación de mí esposo y mi destierro forzado. Ayudar a otras personas me sirvió para ayudarme a mí misma.
Dispuesta "a pagar el precio"
Tras pasar tres meses en España, volví a Ucrania a principios de julio pasado. Y lo mismo hizo mi hija, María.
Al acercarse a Kiev el tren se pasa por esas ciudades que se han hecho célebres en todo el mundo -Bucha e Irpin, donde se han hallado fosas comunes con cientos de cadáveres- y al ver las casas destruidas, quemadas y todo arrasado me dio escalofríos y miedo, porque esas ciudades están muy cerca de Kiev, a solo unos kilómetros de distancia. Eso ha podido pasar en mi vecindario.
Encontré que mi casa estaba bien, aunque en mi barrio se ven efectos de la guerra, porque está cerca de la Rada Suprema (Parlamento ucraniano).
En marzo (de 2022) un misil cayó donde estaba la peluquería a la que solía ir, a solo 500 metros de donde vivo. A dos kilómetros queda una de las estaciones que distribuyen energía eléctrica y en otoño los rusos intentaron destruirla, pero fallaron y destruyeron dos edificios de viviendas.
He pasado días sin agua y sin luz, pero estoy dispuesta a pagar este precio con tal de estar con los míos y no entregar mi país.
Y si en algún momento debo volver a salir, pues trataría de regresar otra vez. Para algunos puede ser complicado de entender, pero para mí es sencillo. Mi caso es distinto a quienes perdieron a sus seres queridos y sus propiedades. Yo tengo con quien volver (mi esposo y mi familia) y tengo a donde ir (mi casa). Para mí Ucrania sigue existiendo.
Pese a que es peligroso, para mí estar con mi esposo y mi hija bien en mi casa vale el riesgo.
vare