Washington.— La enfermera Sandra Lindsay fue la primera estadounidense en ponerse la vacuna de Pfizer contra el coronavirus. Podría haber dicho que no dolía nada, animar a la gente a que se la pusiera cuanto antes, pero lo que más destacó de sus declaraciones públicas fue un ruego a la población a que “confíe en la ciencia”.
“[La vacuna] tiene sus raíces en la ciencia, confío en la ciencia, y la alternativa y lo que he visto y experimentado es mucho peor”, dijo. Es algo que, en cambio, nunca mencionó Margaret Keenan, la británica que fue la primera persona en el mundo en ser vacunada. Podría parecer anecdótico, pero que Lindsay hiciera mención explícita a la ciencia y Keenan no es el reflejo de la confianza en el conocimiento y comunidad científica de las dos sociedades.
Y, como casi todo en los últimos años en Estados Unidos, toda explicación sobre este asunto desemboca en Donald Trump.
Desde pronto en su carrera política, Trump politizó la ciencia. Su plan para salir del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático (cosa que finalmente hizo) iba en consonancia de su constante y repetitiva declaración que ese fenómeno es una “invención”, una “farsa” inventada por China para dañar económicamente al mundo y, especialmente, a Estados Unidos.
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Su desdén por la ciencia era evidente y, a pesar de que proclamaba que su deseo era proveer al país de “aire y agua claros”, a su vez defendía a ultranza los combustibles fósiles y el oxímoron del “carbón limpio”.
El gobierno Trump se deshizo de más de un centenar de normativas y regulaciones impulsadas por el gobierno que le antecedió, el de Barack Obama, con el objetivo de quitar barreras a un sector industrial que entonces no tendría que rendir tantas cuentas sobre su emisión de gases de efecto invernadero o contaminación de aguas.
Se apoyó en funcionarios en altos cargos más cercanos a los combustibles fósiles que al medioambiente, con el objetivo claro de dilapidar los presupuestos de las agencias ambientales y los fondos para partidas de investigación científica. La actuación del Congreso impidió esa maniobra y de hecho otorgó cada vez más dinero a estos ámbitos.
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Trump se dedicó a ridiculizar los estudios, difundir teorías falsas, alardear de conocimiento que desconocía, ignorar las recomendaciones y resultados que le presentaban sus asesores en la materia. Tardó 19 meses en nombrar a un asesor científico que ha hecho entre poco y nada en el cargo; incluso, sus decisiones más nativistas, como los vetos migratorios, han afectado a la ciencia, prohibiendo la entrada a renombrados expertos e importantes científicos para hacer investigación en territorio estadounidense.
“Nunca antes vi tal guerra orquestada contra el medio ambiente o la ciencia”, comentó Christine Todd, que encabezó la Agencia de Protección Ambiental en la administración de George W. Bush, en la revista Nature. Según Science Magazine, varios investigadores no dudan en tildarlo del “presidente más anticiencia de la memoria reciente”.
La Unión de Científicos Preocupados (Union of Concerned Scientists, UCS), una organización sin ánimo de lucro que aboga por el conocimiento y el enfoque científicos para resolver problemas sociales y ambientales, resolvió hace unos meses que lo que hacía la administración Trump con los investigadores científicos era “ignorarlos, marginarlos y censurarlos”, tras una encuesta entre funcionarios en activo que se quejaban de su situación y el ninguneo de la administración hacia la comunidad científica.
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Es tanto el agravio que sienten que, en su página web, tienen un apartado específico para los “Ataques a la ciencia” del gobierno Trump: un compendio de todas las noticias y acciones de la administración saliente que pusieron en jaque los avances científicos, los ataques de descrédito a la ciencia y el acoso y derribo a la protección del medio ambiente.
Sin embargo, la “politización” de la ciencia llegó a su punto culminante con la mayor crisis sanitaria de las últimas décadas: la pandemia de coronavirus. Suerte ha tenido Estados Unidos de la preponderancia de la figura de Anthony Fauci, elevada referencia científica y tratada como estrella del pop, en una veneración que recuerda a la de la recientemente fallecida juez del Tribunal Supremo, Ruth Bader Ginsburg, un icono feminista sin discusión.
Fauci, desde su puesto de director de la Agencia de Enfermedades Infecciosas y epidemiólogo de cabecera del país, ha mantenido un perfil respetado por cualquiera, tratando de despolitizar las medidas sanitarias (uso de mascarilla, distancia social) mientras el presidente tensaba las relaciones ideológicas partidistas sin importarle el aumento de casos y los picos de muertos.
El desdén de Trump por la ciencia fue tal que llegó a recomendar la ingesta de lejía, el tratamiento con rayos ultravioletas y el consumo de un fármaco experimental para combatir el virus. Contagiarse y estar hospitalizado no cambió su guerra frontal contra la ciencia y las recomendaciones médicas. Y eso que conocía de la severidad del coronavirus, como delató el periodista Bob Woodward en su último libro.
El rechazo de Trump a creer en la ciencia llevó a la movilización, y ayudó a colocar el cambio climático y las investigaciones científicas en el centro del debate electoral.
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En los últimos coletazos de su gobierno, Trump no cesa en sus ataques al medio ambiente. Climate Power 2020 ha recopilado hasta 22 “resoluciones de última hora” con las que Trump pretende beneficiar a los intereses de la industria del combustible fósil, como la permisividad de perforación del Ártico o el debilitamiento de estándares ecológicos.
La comunidad científica y de defensa ambiental en Estados Unidos espera ansiosa la entrada de Joe Biden al Despacho Oval. “La ciencia estará en el corazón de una administración Biden-Harris”, dijo hace unos días la portavoz del equipo de transición gubernamental, Cameron French.
Biden ha agarrado el guante y ha puesto la lucha contra el cambio climático y la confianza en la ciencia en el centro de sus políticas, nombrando un zar por el clima (John Kerry) y rodeándose de una oficina transversal que velará por la ciencia y el medioambiente, capitaneada por figuras relevantes en el activismo por la transformación verde y la investigación.
En los últimos instantes de la campaña electoral, a mediados de octubre, Trump (con el país al borde de los 220 mil muertos por coronavirus), alardeaba de su desdén por la ciencia. “Si votan por Biden”, advirtió a sus seguidores en Carson City, Nevada, “va a escuchar a los científicos. Si yo hubiera escuchado a los científicos, tendríamos un país en una depresión masiva en lugar de… somos como un cohete”.
“Por una vez, Donald Trump está en lo correcto”, respondió el demócrata por Twitter al día siguiente, “voy a escuchar a los científicos”.