Septiembre 19 de 2020. Hasta ese día, Gisèle Pélicot no tenía el más mínimo conocimiento del infierno que había vivido años atrás ni del que estaba a punto de caerle encima. Su esposo, Dominique Pélicot —a quien ella consideraba el marido perfecto, su compañero de vida por cinco décadas—, le dijo que tenía una “tontería” que confesarle: días atrás lo habían descubierto en un supermercado grabando por debajo de las faldas de tres mujeres.

El hombre había camuflado su celular entre una bolsa para conseguir imágenes de sus partes íntimas. Un guardia del lugar se dio cuenta y llamó a la policía. En ese momento salió bajo fianza, pero las autoridades comenzaron a seguirle la pista.

—Te perdono esta vez, pero no habrá una próxima. Y discúlpate con estas mujeres —le dijo Gisèle cuando su esposo le contó lo sucedido. No había razón para sospechar lo oscuro que había detrás.

Seis semanas después, ambos fueron llamados a la comisaría. Ella pensó que era solo una formalidad. Cuando llegaron, un policía le anunció:

—Le voy a mostrar cosas que no le van a gustar.

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Lo siguiente que Gisèle Pélicot vio fue la foto de una mujer en una cama. Le costó reconocer que esa mujer era ella. Los investigadores le mostraron otra imagen, y luego otra y otra. Hasta que ella les pidió detenerse. “Eran escenas de violación, no de sexo”. “Uno, dos, tres encima de mí, sacrificada en un altar de vicio”. “Estaba inerte, me trataban como una muñeca de trapo”. “Violación no es el término correcto: es barbarie”. Estas fueron algunas de las palabras que el jueves pasado Pélicot —que cumplirá 72 años en diciembre— dijo en el juicio que se inició en Vaucluse, Provenza, sureste de Francia.

"Cariñoso" abuelo y un "supertipo" de día, para su ya exmujer, pero un violador de noche. Un primer psicólogo ya empezó a esbozar el viernes pasado la "doble cara" de este "manipulador perverso".

"De día, puedes ser coherente y, de noche, parecer diferente", dijo el experto Bruno Daunizeau, quien habló de "doctor Jekyll", en referencia al siniestro científico de la novela de Robert Louis Stevenson.

La primera experta en declarar ante el tribunal este lunes, la psicóloga Marianne Douteau, destacó por su parte el carácter "colérico" de Dominique Pélicot, que inspiraba "miedo", "la mentira y el secreto". Este martes, el hombre declarará ante la justicia.

Estos rasgos serían parecidos a los de su padre, al que odiaba. Sus padres regentaban un hotel-restaurante y él había trabajado en la industria nuclear antes de dedicarse al sector inmobiliario, con poco éxito.

"La sexualidad del señor Pélicot parece calcada de su personalidad: ordinaria en público, pero dentro de su pareja tiene una sexualidad tenaz", explicó Douteau, ante el tribunal de Aviñón, en el sur de Francia.

La psicóloga puso como ejemplo el intercambio de parejas que su esposa y principal víctima, Gisèle Pélicot, rechazaba rotundamente y que el acusado compensaba "utilizado sitios de chat pornográficos".

"En 50 años, nunca le he visto decir nada inapropiado u obsceno sobre una mujer", aseguró el jueves su ahora exmujer, ya que sus abogados confirmaron este lunes que el divorcio se pronunció en agosto.

La principal víctima describió entonces al "joven seductor, de cabellos largos" del que se enamoró en el verano de 1971 y con el que formaba una "pareja fusional", sin imposiciones.

Sus nietos, a quien ayudaba en sus deberes y acompañaba a sus actividades deportivas, lo adoraban. Con sus vecinos, salía en bicicleta por el icónico Mont Ventoux, cerca de su domicilio en Mazan.

Pero nadie sospechaba que de noche y, a veces, de día se transformaba en reclutador de desconocidos para que violaran a su mujer drogada, cosa que ocurrió, según las investigaciones, unas 200 veces entre julio de 2011 y octubre de 2020, primero en la región de París y luego en Mazan.

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Su caso ha despertado la atención del mundo entero: una mujer a quien su marido drogó durante casi una década para que otros hombres la violaran mientras él los grababa. Según lo descubierto por los investigadores, que analizaron el computador y los teléfonos del esposo de Pélicot —donde descubrieron una carpeta llena de detalles llamada ‘Abusos’—, las agresiones comenzaron en 2011 y se intensificaron a partir del 2013, cuando la pareja se fue a vivir a Mazan —en la misma Provenza—, a una casa con jardín y piscina. Hasta el momento hay 51 hombres vinculados (se calcula que participaron más de setenta) y documentadas 92 violaciones, aunque las autoridades presumen que pudieron llegar a ser más de doscientas.

Su esposo tenía un modus operandi totalmente engranado: había abierto un chat en un sitio de citas francés, que ya fue cerrado, con el nombre de À son insu (Sin su conocimiento). Ahí les ofrecía a los hombres ir a “tener sexo” con su esposa, a quien él drogaba antes con benzodiacepinas que trituraba y ponía en sus comidas. Las reglas eran claras: los interesados debían parquear sus carros lejos de casa, entrar por la cocina, no usar colonia ni fumar, calentar sus manos con agua caliente para no despertarla. En fin: un manual siniestro de cómo lograr la violación sin correr riesgos de ser detectados.

Así se repitió una y otra vez. Quienes llegaban a esa casa no eran hombres que encajaran con el perfil de violador que muchos tienen en mente porque los han visto personificados en las películas. No: eran hombres comunes y corrientes. Obreros, bomberos, empleados de bancos, periodistas locales, jubilados, enfermeros. Entre los 21 y los 74 años, hombres que hacían su vida de solteros, casados, separados, padres de familia, y que una noche se les ocurría ir a violar a una mujer postrada en su cama, inconsciente, dopada.

—Para mí, el daño ya está hecho. Me he mantenido firme a la espera de este juicio —dijo Gisèle, al llegar al tribunal.

En todo momento ella ha mostrado su rostro. No ha escondido su identidad. Ha pedido que el juicio se realice de forma abierta y permitido que los medios de comunicación la graben y le tomen fotos. “Lo hago en nombre de todas las mujeres que nunca serán reconocidas como víctimas; en nombre de las mujeres que están siendo drogadas y no lo saben. Para que esto deje de suceder”, dijo. Sus hijos —tuvieron tres en el matrimonio: Caroline Darian, Florian y David— la han apoyado en esta decisión porque están convencidos de que ella no tiene nada que ocultar. Uno de sus abogados, Stéphane Babonneau, lo definió en una frase que se ha vuelto una suerte de emblema de la actitud de Pélicot: “La vergüenza debe cambiar de bando”. Quienes tienen que sufrirla son sus agresores.

Así, firme, ha estado a lo largo de esta semana, durante la cual tuvo que ver las fotos y videos —se han documentado cerca de cinco mil— presentados como prueba. Y así también habló durante casi dos horas en su primer testimonio. Miró de frente a su esposo (está en proceso de divorcio) y a los 51 hombres sentados en el banquillo de los acusados, quienes se enfrentan a penas que pueden llegar a veinte años de prisión por violación agravada.

Su esposo ha aceptado los cargos. Del resto de agresores, que esconden su rostro detrás de tapabocas, bufandas o gafas oscuras, solo 35 han reconocido haber “tenido sexo, pero no con intención de violarla”. Los argumentos que dan a su favor son insólitos, por decir lo menos: que no sabían que la mujer estaba inconsciente; que pensaban que eran fantasías de una pareja libertina; que creían que el consentimiento de su esposo implicaba el de ella. Llegaron a decir, incluso, que no era violación porque “su marido lo había propuesto”.

—Me siento mancillada, traicionada. Por fuera me ven sólida. Por dentro soy un campo en ruinas —dijo Pélicot ante el juez, con la mirada puesta en su marido.

Hasta antes de que esto explotara, ella lo definía como un hombre “cariñoso”, que no solía tener “ni un gesto inadecuado”. Era un matrimonio con los altibajos normales. “Pensaba que éramos felices, que ellos eran felices”, dijo su hija Caroline Darian, que el año pasado publicó un libro bajo seudónimo titulado Et j’ai cessé de t’appeler papa (Y dejé de llamarte papá). Ella también apareció en algunos de los archivos de su padre, en fotos íntimas que desconocía que se hubieran hecho.

Detrás de la felicidad de los encuentros familiares, sin embargo, los hijos comenzaron a ver extraño el comportamiento de su madre: problemas de memoria, días enteros que no recordaba haber vivido, pérdida de peso. El esposo les hacía creer que todo era producto del cansancio, pero ellos le pidieron que fuera al médico, preocupados de que fuera alzhéimer. Gisèle buscó el concepto médico —en el periodo de las violaciones tuvo cuatro enfermedades de transmisión sexual que tampoco se asociaron con el delito—, pero nadie le dio una explicación de sus síntomas. “La policía salvó mi vida al decidir iniciar la investigación”, dijo en el tribunal.

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