Washington
Los casos de tiroteos masivos en Estados Unidos siguen acumulándose. En los 14 meses de administración del presidente Donald Trump se han vivido tres de las 10 peores masacres por armas de fuego en la historia del país, encabezadas por los 58 muertos de la carnicería vivida en un concierto en Las Vegas, el pasado mes de octubre. Siete de los 10 más mortales se produjeron en la última década.
Las Vegas, Orlando, Virginia Tech, Newtown, Sutherland Springs, San Bernardino, Parkland. Los nombres de estas ciudades y pueblos, algunos desconocidos totalmente hasta la aparición de la tragedia, han quedado marcados para siempre en la historia más negra del país.
Cada vez que un municipio se une a la lista, aparece el debate de qué se puede hacer para paliar el flagelo de las armas en Estados Unidos. Los datos no dejan lugar a duda sobre la magnitud de la tragedia. Según datos oficiales, cada día mueren 96 personas por el disparo de una arma. En 2016 fueron 38 mil 658, la mayoría por suicidios con armas —el problema oculto escondido tras la magnitud mediática de masacres y tiroteos—. La cifra de homicidios fue de casi 15 mil: 41 diarios.
“America is a gun”. Para el poeta Brian Bilston, la imagen gráfica de Estados Unidos es un arma, algo que inmortalizó en un poema que se hizo viral en 2016 después de que Jeb Bush, por entonces aspirante presidencial, colgara en las redes sociales una imagen de una pistola con su nombre grabado y el pie de foto: “America”, en un intento desesperado de evitar el fracaso consumado de su candidatura.
Las armas forman parte de la vida de los estadounidenses. No hay día que no aparezca un suceso con una de ellas de por medio, y es que no se entiende la cotidianeidad sin su presencia. Es común ver en grandes supermercados, en pasillos continuos a material deportivo, cajas de balas de todo calibre y expositores con rifles y pistolas. Comprar un arma en Estados Unidos, en determinadas regiones, no requiere de otra cosa que no sea no haber cometido un crimen de gran magnitud.
Una vez confirmado eso, se procede a la compraventa. El ciudadano sale de la tienda con su nueva arma, dispuesto a disparar.
Es todavía más fácil si la compraventa se hace entre particulares, donde la normativa es inexistente, provocando que un tercio de los propietarios de armas no hayan pasado nunca por una evaluación previa.
Con todo esto, la cifra de armas en manos civiles es estratosférica: se calcula que son más de 300 millones. India, con una población que cuadruplica la de EU, está en segundo lugar con “sólo” 46 millones de armas.
La relación entre la gran cantidad de armas y los incidentes con ellas de protagonistas chocan con la defensa a ultranza del derecho de poseerlas. ¿Quién puede prohibir el acceso a armas, un derecho que está recogido en la Constitución en la famosa Segunda Enmienda?
“Les quitarán la Segunda Enmienda”, repite una y otra vez el presidente Donald Trump en su ataque a sus rivales demócratas, convertido en el adalid de la defensa a la posesión de armamento. Las armas se han convertido en una opción política, y su defensa sin concesiones o la apertura a un control se entiende como una muestra de ideología más que de sensibilidad por las consecuencias.
Eso provoca que las peores desgracias y las cifras de muertos no alteren las leyes. Otros países respondieron de forma activa a dramas de ese calibre. Uno de los ejemplos más recurrentes es el de Reino Unido. Tras el asesinato de 15 niños y su profesor en una escuela primaria de Escocia, el clamor popular llevó pocos meses después a la aprobación de la Firearms Act, la ley que prácticamente prohibe la tenencia de casi todo tipo de armas de fuego en manos de civiles.
A su vez, se endureció la compra de rifles de caza y armamento legal, a lo que se unió una mejor política sobre enfermedades mentales. Todo el conjunto hizo que los crímenes con armas de fuego cayeran en picada.
En la misma época, Australia confiscó y destruyó 650 mil armas tras la masacre de 35 personas en un café de la isla de Tasmania, y los incidentes con armas cayeron en picada.
Estados Unidos ha sido incapaz de dar un paso así. Al contrario: cada vez que ha habido una masacre, todos los intentos de ley para restringir las armas han fracasado.
Sucedió tras la masacre de San Bernardino (14 muertos), con el Senado impidiendo que se aprobara una ley que prevenía adquirir armas a aquellos individuos que integran la lista de personas consideradas terroristas. La mayoría de senadores republicanos alegaron que una normativa así podría perjudicar a aquellos estadounidenses de bien que, por un error, estuvieran en la lista.
Tampoco pasó nada cuando los propios miembros del Congreso, hace menos de un año, fueron víctimas de un tiroteo en las afueras de la capital del país mientras jugaban al beisbol, hiriendo de mucha gravedad al tercer republicano más importante de la Cámara de Representantes.
En 2004 fueron incapaces de renovar una prohibición a los rifles de asalto. Y no hubo movimiento ni con una tragedia similar a la escocesa: la masacre de Newtown (20 niños y seis adultos asesinados), uno de los peores días de Barack Obama como presidente de Estados Unidos, no sirvió para que se mejorara la revisión de antecedentes penales para compradores de armas.
El tema de las armas es más una cuestión política que de seguridad nacional, con la interpretación de la Segunda Enmienda como punto central. “Una milicia bien regulada, siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho de la gente de guardar y llevar armas, no debe ser infringido”, dice el texto.
Hasta mediados del siglo XX se daba por entendido que todo dependía de la palabra milicia, pero dos movimientos de los sesenta (Black Panthers) y los setenta (Asociación Nacional del Rifle, NRA, por sus siglas en inglés), por la represión policial los primeros y el aumento del crimen los segundos, exigieron su derecho como “gente” de “guardar y llevar armas”.
El paso del tiempo, y el poder que atesoró la NRA en la política con su dinero y presión política, llevó el debate que llegó hasta el Tribunal Supremo, que en 2008 dio vía libre a que cualquier ciudadano pueda tener acceso a armas, siempre cumpliendo la legislación vigente y dejando una puerta abierta a la regulación.
Esa puerta ha sido casi imposible encontrar. Los más recientes tiroteos han obligado a dar algunos pasos, pero no hay apetito alguno para dar el paso a nivel federal. El poder del lobby armamentístico es demasiado como para voltear el tablero.
Mientras, el martes de esta semana, se produjo un nuevo tiroteo en un instituto, a escasos 100 kilómetros de Washington. La cuenta atrás para el próximo tiroteo empezó.