San José.— En frentes de guerra o en cárceles, en tomas de embajadas o en parlamentos con rehenes o en las montañas con delincuentes fugitivos, la mediación de las sotanas coadyuvó a negociar conflictos entre gobiernos constitucionales y de facto de izquierda y derecha con fuerzas armadas irregulares en varias turbulentas etapas de los últimos 50 años en la historia de América Latina y el Caribe.

De México, Nicaragua, El Salvador o Guatemala a Colombia, Panamá y Perú o de Chile, Argentina, Bolivia y Uruguay a Haití, República Dominicana, Venezuela y Brasil, las jerarquías católicas desempeñaron cruciales tareas de facilitación para destrabar negociaciones políticas y diplomáticas entre dos bandos por secuestros, rescates humanitarios, teatros bélicos y otros conflictos durante más de medio siglo.

Pero una negociación de jerarcas católicos con cárteles del narcotráfico internacional, como la que el cura mexicano Filiberto Velázquez desarrolla desde enero de este año en México en el occidental estado de Guerrero, mostró un panorama con escasos precedentes interamericanos.

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Asistentes a un p e r fo r m a n ce en Medellín, que rechazó los asesinatos de los grupos guerrilleros. Foto: Luis Eduardo Noriega | EFE
Asistentes a un p e r fo r m a n ce en Medellín, que rechazó los asesinatos de los grupos guerrilleros. Foto: Luis Eduardo Noriega | EFE

Con aval del obispado de Guerrero, Velázquez, jefe del (no estatal) Centro de Derechos Humanos Minerva Bello, de Chilpancingo (capital estatal), desplegó desde enero anterior un intento de paz en ese estado ante la incontrolable violencia por los enfrentamientos armados entre dos agrupaciones delincuenciales: La Familia Michoacana y Los Tlacos.

Velázquez habría desplegado complicadas vías de comunicación con ambas organizaciones para que, en la segunda quincena de febrero, finalmente pactaran una frágil tregua o acuerdo de no agresión.

El trabajo dispuso del respaldo obispal de Guerrero, en un afán de tratar de contener la violencia y colocar un primer elemento de paz, en una sociedad sacudida por los asesinatos múltiples y las oleadas sangrientas que implantaron terror.

“Esta iniciativa de la Iglesia católica [de México] lleva implícita la denuncia del fracaso del Estado mexicano, en su conjunto, para enfrentar la criminalidad organizada”, afirmó el abogado, politólogo y exguerrillero izquierdista salvadoreño Benjamín Cuéllar, fundador de Víctimas Demandantes (Vidas), grupo (no estatal) de San Salvador de derechos humanos. “Pero [la gestión] recoge el clamor de un pueblo angustiado por la violencia producida desde estas estructuras [criminales]. Hay que dejar en evidencia el riesgo que con- lleva para religiosas y religiosos lanzarse con esta propuesta en solitario y con el pecho al descubierto”, dijo Cuéllar a EL UNIVERSAL.

“Por mucho menos fueron asesinados” los sacerdotes jesuitas mexicanos Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar en el norteño estado de Chihuahua en 2022 por el Cártel de Sinaloa, uno de los más poderosos de México en el narcotráfico internacional, recordó Cuéllar, educado en un colegio jesuita de El Salvador en las décadas de 1960 y 1970.

“Sería mejor que se formulara un desafío al gobierno federal [de México] y a los de las entidades estatales afectadas por el flagelo de una violencia injusta e intolerable”, sugirió el politólogo.

“Deber moral”

Al plantear que “debe destacarse la necesidad de contar con un sistema de justicia que actúe contra la impunidad, sin distinguir para ello quién es el victimario y quién es la víctima”, alegó que todo proceso sería “sin dejar por fuera a las víctimas, dentro de las cuales deben tener un lugar privilegiado las familias de las personas desaparecidas”.

Para el economista colombiano Jorge Restrepo, director del (no estatal) Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), de Bogotá, “la Iglesia católica en las sociedades latinoamericanas tiene un deber moral de buscar la reducción de la violencia y de la paz. No se le puede criticar a la Iglesia que busque hablar con los violentos”.

“De hecho, lo hace cotidianamente en su función pastoral para hacerles ver a los violentos las consecuencias de sus acciones y la destrucción y el dolor que causan”, aseguró Restrepo a este diario. “También interviene muchas veces la Iglesia católica desarrollando diálogos pastorales hasta con los más oprobiosos criminales, los responsables de las mayores atrocidades para que cambien su conducta. Ese es el deber moral de la Iglesia y lo debe hacer públicamente”, señaló.

A juicio de Restrepo, “el problema está cuando la posición de la Iglesia no es vertical en el rechazo a la violencia y cuando las intervenciones no están dirigidas a quitarle lo que necesita la delincuencia organizada violenta para prosperar, como, por ejemplo, los jóvenes”.

“O como cuando [la posición] no está dirigida a que las mujeres, que tienen un papel crucial en la reducción a la violencia, actúen para reducirla, convertirse en un retén, en un obstáculo, con la fuerza de la palabra y del buen juicio en contra de la violencia”, precisó.

En ese panorama, explicó los riesgos del proceso. “El problema está cuando pasan [los jerarcas católicos] la barrera de brindar apoyo político a negociaciones mal estructuradas, que lo que buscan es que el crimen organizado continúe, pero sin violencia. El crimen organizado siempre causa daño, incluso cuando no es violento”.

Otro peligro emergería “cuando legitiman con contribuciones en recursos [financieros] esos esfuerzos pastorales, porque legitiman los recursos del crimen”, destacó.

“O cuando la Iglesia no ha sido vertical ante regímenes represivos cohonestados con el crimen. En esos casos sin verticalidad ante el crimen y el acompañamiento político, hay unos límites que la Iglesia debe saber definir y contemplar”, describió.

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Escobar y Noriega

La historia hemisférica registró momentos puntuales de involucramiento de jerarcas católicos en diálogos con el narcotráfico. Desde su programa televisivo El Minuto de Dios, uno de los más antiguos de Colombia, el sacerdote colombiano Rafael García (1909-1992) abrió en abril de 1991 sus contactos con señales y claves secretas con el poderoso y temible narcotraficante colombiano Pablo Escobar (1949-1993), para pactar citas y su rendición.

Escobar, líder del ya desaparecido Cártel de Medellín —que operó de 1976 a 1993 y trascendió como uno de los más fuertes y sangrientos de la historia criminal global— y uno de los principales narcotraficantes en los últimos 50 años, aceptó entregarse a García en junio de 1991, tras varios meses de pláticas directas e indirectas o con mensajeros e intermediarios.

Junto a García y otros personajes, Escobar viajó en helicóptero de su escondite a una cárcel de lujo que hizo a su antojo en unos cerros con vista panorámica a Medellín, capital del noroccidental departamento (estado) colombiano de Antioquia, y de la que huyó en julio de 1992 por pugnas con el gobierno colombiano. Al fugarse Escobar, empezó en su contra una cacería que remató con su muerte en un tiroteo con autoridades colombianas en diciembre de 1993.

Luego del escape, García fue severamente cuestionado por referirse a Escobar como “hombre bueno” y se ganó una reprimenda de la cúpula católica de Colombia. “Una cosa es hacer un llamado a la conversión y al arrepentimiento, invocando la misericordia de Dios, y otra muy distinta es presentar a un delincuente responsable de muchos crímenes y del gravísimo daño hecho al país, como si fuera ejemplo del hombre bueno”, le recriminó la Conferencia Episcopal de Colombia en 1992.

Otro caso ocurrió de 1987 a 1989 en Panamá, cuando el entonces “hombre fuerte” de ese país, el general Manuel Noriega (1934-2017), fue acusado por Estados Unidos de aliarse con el Cártel de Medellín y otras mafias para traficar cocaína al mercado estadounidense y legitimar dinero sucio.

Sin éxito, el mando católico panameño se acercó a Noriega para negociar una salida a la crisis. EU invadió militarmente Panamá en diciembre de 1989 y el general, acorralado, se refugió en la capital panameña en la Nunciatura Apostólica o embajada de la Santa Sede, de donde salió en enero de 1990 para entregarse a las tropas invasoras.

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Interés político

A criterio del politólogo ecuatoriano Diego Pérez, decano de la Escuela de Seguridad y Defensa del (estatal) Instituto de Altos Estudios Nacionales, de Quito, “necesitamos considerar a la Iglesia como una organización eminentemente política en declive que ha perdido acceso a varios costados de legitimidad con la ciudadanía”.

“Esto sucede mientras las organizaciones criminales, a la fuerza o por alguna acción, han conectado con algunos sectores de la población. Las iglesias, y la católica en particular y que más seguidores perdió en los últimos años, buscan así renovar sus legitimidades a través de organizaciones que tienen llegada amplia a la ciudadanía”, narró Pérez a este periódico.

Al instar a “quitarse la noción de las iglesias como eminentemente buenas entre comillas sólo por administrar una religión”, aclaró que “son finalmente organizaciones políticas que buscan articularse con una serie de intereses. Hay que analizar cómo estas iglesias sirven en ciertos casos de fachada para lavado de dinero”.

“No sorprendería que busquen acercamientos entre comillas para un buen negocio. La población tiende a operar en conjunto con las iglesias y estas iglesias intentan funcionar de la mano con estos liderazgos. Hay una conexión perversa que obviamente va a costarle a las iglesias en legitimidad y en confiabilidad”, previó.

Las iglesias, prosiguió, “son de las instituciones más reconocidas y confiables para la ciudadanía: estas negociaciones pueden tener una afectación grande”.

La tarima de la mediación de las sotanas está plagada de amenazas: un campo minado.

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