Washington.— Si algo dominó la noche del 8 de noviembre de 2016 fue el desconcierto. A medida que pasaban las horas era cada vez más evidente que Donald Trump ganaría de manera sorpresiva las elecciones presidenciales, destrozando la narrativa creada en la opinión pública de la inevitabilidad que Hillary Clinton se convertiría en la primera mujer presidenta de Estados Unidos.
Semanas antes, el The New York Times había creado una infografía de una aguja que iba a pendular en función de las opciones de victoria de cada candidato. Clinton empezaba la velada con 85% de opciones de victoria, en el rango de que “muy probablemente” iba a ganar la presidencia. Que la demócrata perdiera las elecciones era tan improbable como que un pateador de futbol americano fallara field goal de 37 yardas.
A medida que llegaban resultados de los diferentes estados, la aguja se movía hacia la derecha, hacia el rojo de los republicanos: primero lentamente, casi imperceptible; después con virulencia, en un volantazo que, a final de la noche, colocó a Trump con más de 95% de opciones de victoria y las llaves de la Casa Blanca.
El Times no fue el único que falló. El agregador de encuestas del portal FiveThirtyEight, un medio enfocado en el periodismo de datos, rebajaba a 71%. Modelos como los del Huffington Post o la Universidad de Princeton apostaban por 98% y más de 99% de opciones de triunfo de Clinton, respectivamente. Todos fallaron.
A escasos dos meses para unas nuevas elecciones presidenciales en Estados Unidos, aparece la duda sobre qué tanto hay que recuperar la fe en las encuestas electorales, a las que desde muchos sectores se culpó de transmitir excesiva confianza en 2016.
“No tenemos ninguna razón para desconfiar de ellas”, dice a este diario el analista de datos y politólogo Gonzalo Rivero, que reconoce que es “legítimo desconfiar de las encuestas después de la decepción” de hace cuatro años. Sin embargo, sostiene —como la gran mayoría de expertos en la materia— que las encuestas de 2016 no fallaron tanto como se cree. Fue un error entre comillas, porque realmente acertaron casi a la perfección los registros y porcentajes del voto popular.
“Donde las cosas fueron mal fue a nivel estatal con encuestas de menor calidad”, explica Rivero, “lo que generó que los modelos de agregación dieran mayor probabilidad de victoria a Clinton de la que en realidad tenía”. Todos los expertos, incluida la autopsia que hizo la American Association for Public Opinion Research (AAPOR), coinciden en que fue el fallo de una “pequeña pieza” con “mucho impacto en otras partes del engranaje” la que acabó convirtiéndose en “una tormenta perfecta”, en palabras de Ariel Edwards-Levy, editora de encuestas del Huffington Post.
El consenso es que hubo un par de factores que hicieron que sucediera este error de proyección: que los que decidieron su voto más tarde fueron en márgenes sorprendentemente grandes hacia Trump, y que el republicano recibió el apoyo de gente que los encuestadores no esperaban que votaran por él, especialmente aquellos sin estudios universitarios.
“Fallas en los votantes sin estudios universitarios en tres estados, con encuestas de mala calidad que no saben que deben haber ponderado por educación […] muy poquitas piezas producen un error garrafal”, analiza el politólo Rivero.
“Las encuestas fallaron lo mínimo a nivel estatal y nacional para que todo el mundo tuviera la impresión errónea de lo que iba a suceder”, comentó Mark Blumenthal, director del proyecto Mystery Pollster de Harvard, en 2017.
En un 2020 tan volátil e inexplicable, y con el recuerdo de 2016, las dudas sobre qué hacer, cómo leer y cuánto confiar en las encuestas está sobre la mesa. “La cuestión no es tanto si confiar en las encuestas, como en qué encuestas confiar y si los motivos por los que las encuestas no funcionaron en 2016 se han corregido o no”, dice Rivero.
Con lecciones aprendidas o no, las encuestas siguen siendo el barómetro en el que fijarse, quizá esta vez con más cautela. Rivero destaca en este sentido la “importancia de transmitir el concepto de incertidumbre” de los resultados de los sondeos, apuntando a todas aquellas variables que no son controlables y que finalmente pueden diferir de lo que suceda en noviembre.
“Las encuestas electorales no son inútiles. Tampoco son una predicción garantizada de lo que va a pasar en el futuro, ni una medida precisa y detallada de lo que la gente piensa ahora. En general, son un bastante buen calibrador del estado básico de una elección en el momento en el que se toman”, resumió Edwards-Levy en un tuit reciente.
Para Rivero, es importante señalar que el “componente predictivo, que es lo que queremos ver en la encuesta, en realidad nunca ha estado ahí”: lo único que hacen es dar “una señal de lo que va a pasar en el futuro: la idea es que porque miden algo del presente te dice algo sobre lo que puede ocurrir en el futuro”.
En tiempo de coronavirus, la mayor incertidumbre no es tanto por quién se inclina el electorado —en los últimos años, el país cada vez es más acérrimo en sus convicciones partidistas, con muy poco trasvase entre los dos grandes partidos—, sino cómo afectará a la participación, un ejemplo claro de factor incontrolable del comportamiento del votante difícil de calibrar y que puede ser importante para, a posteriori, determinar si una encuesta acertó o no.
El temor es que pueda suceder algo parecido en 2016 o peor: que otra vez las encuestas generen falsas expectativas que muevan una narrativa que finalmente se demuestre errónea. El contexto de desconfianza global en todos los aspectos, e intereses partidistas para no creer en las encuestas, tampoco ayuda.
Ya pasó en 2016, recuerda Rivero, cuando parte del Partido Republicano descartaba las encuestas porque “estaban mal per se”, por un supuesto sesgo en su contra. Una teoría que Trump, últimamente y dentro de su plan para poner dudas sobre el sistema electoral e impulsar la idea de que todo está “amañado” en su contra, se está encargando de difundir. Esta vez apropiándose del supuesto concepto de “encuestas supresoras” que el medio ultraderechista Breitbart definió como encuestas que quieren desmoralizar al votante conservador. “Su intención es deprimiros”, alertó el presidente en uno de sus últimos mítines, asegurando que los números con los que trabaja su equipo apuntan que está “ganando en todas partes”.
Hace días que los medios de comunicación de EU bombardean con encuestas, propias o de terceros, sobre qué pasará en las elecciones, pero que todavía pueden no ser totalmente certeras. Para Rivero, los resultados más o menos consolidados no llegan hasta las “últimas dos semanas”. “A partir de los últimos días de octubre van a ser más o menos una foto fija”, resuelve, apuntando sin embargo que “la gente cada vez decide más tarde” porque hay una probabilidad razonable que pasen eventos de gran calado en los últimos días, algo que no solía ocurrir tanto antes.
Probablemente algo que podría mejorar las expectativas reales sería enfatizar que el voto popular y su correspondencia en el colegio electoral pueden ir en direcciones diferentes, algo a lo que quizá en 2016 “no se le otorgó suficiente probabilidad”, según Rivero. “En Estados Unidos es perfectamente plausible y cada vez es más frecuente que puedas acertar una encuesta a nivel nacional y sin embargo no acertar el ganador final”, concluye. A medida que pasen los días y se acerque el 3 de noviembre, los márgenes se van a ir achicando. Según el análisis de Silver, las opciones de victoria de Biden en función del voto popular y su correspondencia en el colegio electoral varían mucho según el margen que consiga.
Si el demócrata gana por más de tres puntos en el voto popular (y, por tanto, en las encuestas a nivel nacional), tiene una probabilidad superior a 74% de llegar a la Casa Blanca. “El estándar es que los republicanos se pueden permitir perder hasta con 2 o 2 puntos y algo de diferencia en voto popular”, analiza Rivero, teniendo en cuenta el factor diferencial de cómo se asigne esta diferencia entre estados.