Con la vista borrosa y el corazón a mil, nadaba lo más rápido posible hacia una de las boyas en las que mi equipo me esperaba. La sangre que emanaba de mi brazo izquierdo pintaba el azul cristalino de la marea, mientras que mis piernas, fatigadas, no sentían del todo las heridas que llegaban hasta el hueso.
Pudo ser el cóctel adrenalina, miedo y confusión el que me impulsó no solo a escapar de los colmillos del animal, sino que también me dio la fuerza para darle más de un puñetazo en varias ocasiones. Aunque no entendía con claridad lo que pasaba, sabía que tenía solo un propósito en ese momento: sobrevivir.
Éramos seis apneistas que, desde hace dos meses, nos habíamos propuesto entrenar arduamente en el archipiélago de San Andrés. Casi todos los días íbamos a la misma zona.
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Nos estábamos preparando para sumergirnos una vez más en las profundas aguas, específicamente en una zona conocida coloquialmente como el Cantil de Nirvana. Nuestro objetivo era entrenar para el campeonato mundial de apnea en Honduras que tendría lugar en agosto. Esta zona nos ofrecía la profundidad necesaria para llevar a cabo nuestro entrenamiento.
Además, resultaba emocionante ver cómo la fauna marina nos recibía cada vez que nos sumergíamos en sus dominios. Tiburones tigre, peces ángel y más, se acercaban curiosos ocasionalmente.
Nos alistamos. Me puse el traje, mi máscara y miré en el agua. Ahí fue cuando vi que no todo estaba bien. A lo lejos, una sombra se acercaba, saliendo de la oscuridad a toda velocidad.
"Es un tiburón oceánico de puntas blancas", pensé al ver cómo se acercaba a nosotros. Rápidamente, alerté a mis compañeros, pues esta especie no era tan común. Generalmente, cuando nadamos y nos encontramos con tiburones, ellos simplemente nos ignoran. Pero esta vez fue diferente.
Fue cuestión de segundos para que llegara a nosotros. Su aleta caudal y dorsal se movían ágilmente, sin titubear. "Tiene hambre", deduje al ver que estaba preparándose para atacar.
Mi primera reacción fue tratar de mantener la calma de alguna manera. Sabía que si nos mostrábamos agitados, la situación empeoraría. Miré a mi alrededor y vi a mis compañeros nadando, intentando acortar la distancia de 500 metros que nos separaba de la orilla de la playa. Formamos dos grandes grupos, pero sabía que huir no sería suficiente.
Fue entonces cuando tomé la decisión de quedarme un poco atrás, intentando proteger a mi equipo. Pero, en medio de mi meditación, recibí el primer golpe. El agua se convirtió en un ring de pelea, y de repente, éramos él y yo, dos contrincantes de categorías desiguales luchando por nuestros propios intereses.
Aunque pude conectar el primer golpe, el tiburón tenía una ventaja considerable. Su piel tersa y fuerte resistía cada golpe que intentaba darle. Desesperado, comencé a utilizar cualquier movimiento que podía para intentar mantenerlo alejado. Le di patadas, le piqué los ojos, lo rasguñé… pero nada sirvió.
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Mis manos se movían torpemente, tratando de ahuyentar al depredador que, momentos antes, había sido golpeado por la monoaleta que llevaba. Sin embargo, cuando mi mano tocó su áspero paladar y me di cuenta de que mi extremidad estaba a punto de ser mutilada, opté por alejarme en lugar de seguir luchando.
Nadé de espaldas, sin perder de vista al tiburón, impulsado por todas mis fuerzas hacia una de las boyas donde estaban mis compañeros. Era la única oportunidad que tenía, pero, aun así, parecía una presa fácil para el tiburón. Me di cuenta de eso cuando sentí sus dientes mordiendo mi cuerpo en varias ocasiones.
La sangre se mezclaba con el agua a mi alrededor y, aunque no entendía de dónde venía, sabía que estaba herido. Nadé con más fuerza, sintiendo que el tiempo estaba en mi contra. Mi mente estaba borrosa y desorientada, pero mis piernas seguían impulsándome sin cesar.
Cada golpe que le daba al tiburón era respondido con más furia y ansias de probar la sangre que teñía el azul del mar.En un momento logré pasar a mis compañeros, quienes intentaron ayudarme, pero era inútil, el tiburón ya había fijado su objetivo.
Los siguientes quince minutos fueron los más largos de mi vida. A pesar de nadar a toda velocidad, el tiempo parecía detenerse. Con cada brazada, mis esperanzas disminuían, el dolor aumentaba y la incertidumbre llenaba mi debilitada mente por la pérdida de sangre.
Entonces, como si fuera un milagro, el ruido del motor de una lancha me sacó del trance en el que estaba cayendo y, en cuestión de segundos, me encontraba en el suelo de la embarcación. Estaba a salvo.
Seguía en shock, mirándome las manos y las piernas, sin poder creer lo que acababa de suceder. Cuando la lancha pasó junto a mí, lo único que pude hacer fue pedirles que me sacaran del agua.
Afortunadamente, dos de los apneistas reaccionaron rápidamente, encontraron una lancha a tiempo y no solo me rescataron a mí, sino también a los demás que aún luchaban por llegar a la orilla. Al llegar a tierra firme me dejé caer exhausto y mareado debido a la gran pérdida de sangre. Juan David, deportista de la selección de apnea y médico profesional, me hizo un torniquete para detener la hemorragia y también cubrir los huesos que estaban al aire.
Nos montamos a un taxi y fuimos al hospital de San Andrés. Cuando llegamos al centro de salud, la sangre que borboteaba de extremidades se reflejaba en los ojos de los médicos quienes, impactados, comenzaron a revisar cada una de mis lesiones.
Las agujas, gasas y líquidos trabajan armoniosamente en las manos de todo el personal que estaba atendiéndome en tiempo récord. Con más de 100 puntadas, lograron cerrar las heridas que me había hecho la mordida del tiburón y aquellas que se formaron durante la pelea. Sin embargo, cuando acabaron y me dijeron que me podían dar de alta en la noche, no lo podía creer.
El milagro no fue salir del agua con vida, sino sobrevivir con un poco más que un rasguño. La gravedad de las heridas que, si bien fueron profundas, no afectaron nervios, tendones, ni ligamentos. Es más, viendo mis manos y pies no lograba asimilar que mis dedos siguiesen completos y -casi- funcionales.
¿Volver al mar? Claro que sí
Presiono hacia abajo la pastilla rompiendo con cuidado el aluminio del paquete. Es la segunda pastilla de antibiótico que tomo después del incidente con el tiburón y aun pienso que fue un sueño.
Me recuesto contra el mesón de la cocina, reflexionando sobre lo abrumadoras que han sido las preguntas que he recibido. Tengo que contar una y otra vez el relato que aún no he digerido por completo. Los tiburones que encontramos en la región suelen ser prácticamente inofensivos y rara vez se dejan ver. Pero la pesca masiva e indiscriminada ha alterado su hábitat, posiblemente llevando a que el tiburón no encontrara suficiente alimento y buscara otras opciones.
Es natural, ellos también necesitan alimentarse y somos nosotros quienes hemos invadido su hogar. En última instancia, el tiburón solo estaba tratando de sobrevivir haciendo lo que podía.
Con una pastilla en la mano, la tomo y siento cómo se desliza por mi garganta. Recuerdo cada detalle del incidente mientras nadaba. Una de las preguntas que más me hacen es si volveré al mar, y la respuesta surge fácilmente en mi mente: sí.
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