Washington.— Pocas fechas en la historia colectiva de la humanidad son tan compartidas como el 11 de septiembre de 2001. Veinte años después, toda una generación ha vivido únicamente en las consecuencias de esa fecha, sin ser consciente del cataclismo que supuso ese momento, el cambio radical en la concepción del mundo que significó ver cómo dos de los rascacielos más importantes de Nueva York , las Torres Gemelas , se desplomaban en un desvanecimiento icónico, metáfora de la caída de una visión global que desaparecía por completo entre una nube de polvo y ruinas, dando paso a una nueva era.
Cuatro aviones y 2 mil 996 muertos (19 de ellos, los atacantes, la mayoría de ellos sauditas) cambiaron el curso de la historia contemporánea. El impacto de dos de ellos en las torres neoyorquinas, otro en el Pentágono y otro estrellado en un campo en Pennsylvania (desviado por los pasajeros, evitando que impactara en algún edificio icónico de Washington) hizo estragos a los hasta entonces intocables Estados Unidos, haciéndolos entrar en una sicosis permanente y una necesidad vengativa demostrada a través de la fuerza militar y la imposición bélica.
“En los 10 años entre el final de la Guerra Fría y los ataques terroristas [ del 11-S ], los Estados Unidos disfrutaron de un nivel de poder, riqueza y seguridad sin parangón en la historia”, reflexiona el periodista George Packer , en una columna reciente en la revista The Atlantic .
Durante algún tiempo, los estadounidenses se preguntaron el porqué de un “ataque sin precedentes en los anales del terrorismo por su escala”, en palabras de Brian Michael Jenkins, autor de varios libros sobre terrorismo .
Sin esperar respuesta, Estados Unidos, herido en su patriotismo y hegemonía, decidió actuar con venganza militar y fortificación extrema, en una misión global de salvador de la seguridad y la democracia que arrastró a todo el planeta a unas nuevas reglas del juego geopolítico, militar, social e incluso cultural.
“El 11 de septiembre dio lugar a la idea de que la seguridad en el hogar dependía de la difusión de los valores democráticos en el mundo musulmán”, escribió hace un tiempo Ben Rhodes , el que fuera asesor de seguridad nacional de Barack Obama. En ese momento, en 2001, esa “difusión” debía hacerse por la vía militar.
“El cambio más sorprendente ha sido el surgimiento en Estados Unidos de una mentalidad de fortín. En nombre de la seguridad, Washington se embarcó en 2001 en un curso de guerra sin fin”, analizaba hace tiempo Robert Crews, experto de Stanford University.
La guerra sin fin empezó a principios de octubre con una invasión en Afganistán que recién termina, tras años de presencia de tropas, incluso después del asesinato de Osama Bin Laden, líder de Al-Qaeda, grupo que reivindicó los atentados.
“Cada país en cada región tiene que tomar una decisión”, dijo el entonces presidente George W. Bush, en un discurso ante el Legislativo de urgencia el 20 de septiembre, “o están con nosotros o están con los terroristas”.
Después de Afganistán vendría Irak , bajo el pretexto falso de la existencia de armas de destrucción masiva.
“El peor fracaso [en la respuesta al 11-S], sin ninguna duda, fue la invasión de Irak de 2003, que desvió recursos cruciales para acabar de una vez con Al-Qaeda. Además, desencadenó inadvertidamente una cadena de eventos que llevaron al surgimiento del autoproclamado Estado Islámico, una versión todavía más violenta y sin restricciones que Al-Qaeda. Fueron necesarios una coalición de 83 países y cinco años para derrotar la amenaza de EI”, apuntaba recientemente Bruce Hoffman, del Council on Foreign Relations.
Ambos conflictos, como se está demostrando con la situación actual en Afganistán, han sido fracasos sonados para Estados Unidos. Donde se habían prometido victorias incontestables se han encontrado fiascos enormes, comparables a las mayores derrotas de la historia del país. Humillaciones de un calibre parecido a la incomprensión por el atentado del 11-S.
A finales de 2019, un reporte de la Brown University apuntaba que el coste humano y financiero de la Guerra global contra el terrorismo llevaba por entonces un peaje abrumador: EU había gastado más de 6.4 billones de dólares en conflictos que provocaron 801 mil muertos. Unos recursos que, para algunos, podrían haberse evitado y haberlos desviado antes hacia la nueva mira geopolítica que se avecinaba. En lugar de la concentración en Medio Oriente, el objetivo obsesivo de EU en guerras y acciones en Afganistán o Irak, además de las incursiones en otros países como Siria, les desconcentró en cierto modo de la pugna geopolítica del despertar chino.
El humo sale de una de las torres del World Trade Center, en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, tras los atentados terroristas.
Foto: AP.
El coste militar del 11-S no es, ni de lejos, la única consecuencia derivada de los hechos. Más allá de los sucesos geopolíticos , el 11-S cambió el paradigma social, hasta el punto de poner en cuestión la moralidad de Estados Unidos y establecer nuevas normas de conducta y comportamiento.
Empezando, por ejemplo, por la reducción de valores y principios de la justicia fundamentales. “Por ejemplo, encarcelar a personas durante décadas sin juicio es algo por lo que Estados Unidos siempre ha criticado a los gobiernos no democráticos”, critica Hoffman, “sin embargo, varias decenas de detenidos permanecen en el centro de detención de Estados Unidos en la bahía de Guantánamo, muchos de ellos recluidos indefinidamente sin cargos”. A eso hay que añadir los casos de tortura en lugares secretos de la CIA o en la prisión de Abu Ghraib en Irak.
El Memorial del 11-S en la Zona Cero, en la ciudad de Nueva York, el pasado 31 de agosto.
Foto: Archivo/ AP.
Si bien el camino de la venganza estaba en manos del estamento castrense y operaciones militares en los que demostrar el poder de la fuerza de EU —aunque con resultados mediocres—, a nivel doméstico el miedo se apoderó de la sociedad estadounidense, y, en metástasis, a la sociedad de los denominados países occidentales. Ante el temor de más ataques indetectables, el concepto de “ seguridad ” se convirtió en el bien más preciado.
En general, la industria alrededor del concepto de seguridad vivió una erupción sin precedentes, con miles de nuevas empresas dedicadas. Estados Unidos creó un nuevo ministerio, la Secretaría de Seguridad Nacional, parte más visible de una nueva burocracia antiterrorista y de control sobre ciudadanos —nacionales y extranjeros— que todavía perdura, y con unos poderes de espionaje, vigilancia y seguridad nunca vistos. La aprobación de la Patriot Act, una ley polémica, permite al gobierno espiar sin pedir permiso ni temer por la violación de privacidad de cualquier individuo sospechoso de terrorismo.
A nivel más mundano, nada es más evidente del efecto del 11-S en las vidas cotidianas que los niveles de controles de seguridad, especialmente en aeropuertos. El hecho de que los ataques se produjeran con aviones supuso cambios espectaculares en la seguridad aérea , con controles y protocolos exhaustivos que, si bien ahora parecen habituales, sólo se aplicaron como medida de urgencia y respuesta inmediata a una repetición de un atentado con aeronaves.
Otro de los efectos fue la consolidación de la islamofobia, convirtiendo a cualquiera con rasgos de etnia árabe en potencial sospechoso de odio. En el año 2000, los episodios de crímenes de odio contra musulmanes detectados e investigados por el FBI no pasaron de la docena. En 2001, la cuenta llegó a 93 casos de asaltos islamófobos. Cifra que se volvió a superar, casualmente, en 2016, año del gran estallido de Donald Trump , cuya base política en parte se basaba en grandes pilares surgidos del ideario consecuencial del 11-S: la seguridad a cualquier precio y el odio al extraño, al “otro”, a quien proyectar las frustraciones propias.
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