Texto y fotografía: Nayeli Reyes
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La madre de las fritangas era inseparable de las puertas de las pulquerías . Esa mujer de trenza grande a quien llamaban enchiladera se acomodaba en la banqueta con su bracero, rodeada de ollas de barro desbordadas de cebolla, frijoles y salsas bravas ansiosas de enchilar a esos borrachos que emergían de aquellos jacalones llenos de aserrín.
“Cómeme, cómeme”, susurraban esas chalupas, quesadillas, envueltos y tortillas bañadas en manteca, describe el poeta Guillermo Prieto . En su libro Memorias de mis tiempos permanece esa mujer platicadora que habitaba la ciudad de México de los años 1800, con sus gargantillas y relicarios, anillos de plata, aretes de calabacillas de corales.
Jeffrey Pilcher, especialista en historia de la comida, explica que en el siglo XIX se hablaba de la enchiladera sólo en términos femeninos , su contraparte masculina en las calles era el vendedor de barbacoa, quien también llevaba consigo un pequeño anafre.
Puesto de tacos y fritangas. Colección Sinafo-INAH.
Las manos de esas fritangueras o chaluperas también sazonaban pambazos , tripas y enchiladas ante el espanto de las élites y de columnistas como José Tomás Cuéllar, quien en esos años se quejó de su “lago de manteca hirviente” que no entendía de estrato social: salpicaba a todos por igual.
El Nuevo cocinero mexicano (1845) refiere a las enchiladas como un almuerzo ligero , también servía para beber pulque : “es la única bebida provechosa encima de ellas, pues el agua las haría indigestas y los licores fermentados las volverían dañosas”. Era bien visto comerlas en privado, no en situaciones formales, donde lo europeo era un requerimiento.
Las cocineras callejeras son las más resistentes, escribe Pilcher, “estas vendedoras anónimas, y no los famosos chefs gourmets , fueron las verdaderas autoras de la cocina nacional y demostraron que, por lo menos en México, cuanta más hambre tiene la que guisa, más sabrosa es su comida ”.
La cocina nacional nació en el siglo XIX, en el antojito permanece la base ancestral de maíz, frijol y chile, en esa época su función era de tentempié (entre comidas). En la imagen se observa un establecimiento a principios del XX. Archivo Manuel Ramos.
“Desde las doce se llenó la pulquería, los albañiles acabaron de rayar, ¡qué re picosas enchiladas hizo Otilia!, la fritanguera que allí pone su comal”, decía Chava Flores a mediados del siglo XX en su canción Sábado, Distrito Federal . Ellas permanecían en esa ciudad tan distinta.
Los jacalones de madera que daban forma a las pulquerías se esfumaron cuando empezó ese siglo. De acuerdo con Jazmín Jaimes, guía del Museo del Pulque, el aserrín que absorbía escupitajos de ebrios y pulque derramado fue cambiado por azulejos para demostrar higiene. Las paredes se llenaron de fotos, cuadros, murales y dichos.
“Ándenle, échense un taco, yo los hice. Ya me dirán si sé guisar o no”, nos dice José. En el centro de la mesa, al lado de una jarra de pulque blanco, pone su bote con frijoles y un pollo rostizado . Acaban de llevar tortillas, varios le toman la palabra y luego caminan hacia el molcajete que está en el centro de Las Cremas de Tacuba.
El molcajete repleto de salsa es, a la fecha, un elemento fundamental de la tradición según la Asociación Nacional de Pulquerías Tradicionales. “Si tú preparas una salsa que no pica la gente te dice ‘esta salsa no es de pulquería porque no pica’…Es un círculo vicioso: te enchilas y pides otro pulque. Te tomas un pulque y te dan ganas de otro taco”, comenta Eddy Wine, especialista en la bebida.
Yolanda tiene 60 años y acude desde los 14. Cuando recién quitaron el Departamento de Mujeres le daba pena, no quería entrar.
José lleva su almuerzo a Las Cremas de Tacuba.
Mientras se echa sus dos litros de pulque diarios en La Panana de la colonia Guerrero, otro bebedor añejo, José Cortés, evoca aquellas botanas de antaño, “sobre todo era la esencia de los frijoles negros , siempre ha habido”. Recuerda que antes llegaban los albañiles, cada uno sacaba algo (arroz, frijoles, carnitas, huevitos, etc.) y compartían con todos.
Luis, el pepitero, le ofrece a José una botana, pero él no suele comer ahí, “dicen los ayeres o los antieres que al pulque dos grados le faltaron pa ser carne”. Luis lleva cacahuates salados y enchilados, habas , pepitas, huevos cocidos, mollejitas preparadas y chitos (carne seca). “Ya no es la misma gente…un joven de hoy pues ¡qué va a comer carne dura!”, cuenta mientras su canasta descansa.
Antes, en las pulcatas, los albañiles compraban aguacates y huevitos, preparaban a su manera, “¡pero sabroso! De eso ya no hay”, cuenta Luis. Estos obreros casi no van, “ahora sí les alcanza para la chela ”, especula Fernando Lozada, dueño de La Gloria de Ciudad Neza.
“Éntrele a las enchiladitas, amigo, si no le entras no te pagamos”, le decían a Luis cuando de niño iba a vender botana a La Gallina de los Huevos de Oro.
Las fritangueras de pulquería no alcanzaron a agasajarnos en este siglo. El historiador Hugo Hernández considera que desaparecieron por el declive de estos negocios en los 80 y 90, no hay un personaje que se le asemeje, aunque algunas personas ofrecen otra variedad.
En La Paloma Azul de la colonia Portales, por ejemplo, ha habido varias mujeres que llegan con su morral saciado de recipientes con guisados , una de ellas es Marta, no vende enchiladas por la dificultad de cargar con anafres, pero sí chilaquiles, tostadas y guisados.
“Los chavos son buena gente, se divierten…es bonito la comida, sazonarla con amor, vender con amor”, dice. A veces los clientes, en su mayoría jóvenes, no tienen para pagar y ella les fía.
Algunos le compran a Marta alguna tostadita, otros llevan su propio itacate a La Paloma Azul.
Hay alimentos que se repiten en la pulquería, como patitas, mollejas y cabezas de pollo, afirma Carlos Beltrán, promotor cultural de La Paloma, “otros les van variando: tostadas, pescaditos, los huevos cocidos nunca faltan, charales, tacos de guisado, botanas de habas, alguno que otro insectito con limoncito y sal…aquí tienen su espacio”.
Marta evoca a doña Lupita, quien hace mucho vendía en una pulquería de la colonia Doctores, “traía sus enaguas grandes, sacaba su bracero, su cazuela, les ponía queso y todo, sus platos de barro…ella metía las manos así, al queso y la cebolla”. Ahora, Marta se mantiene como el recuerdo de aquellas chaluperas .
“Ya ahorita puro joven, ya abuelitos ya casi ni vienen, de los que yo conocí ya casi no vienen”, dice Marta en La Paloma Azul. Ella no quiso ser fotografiada.
La fotografía principal muestra a una enchiladera del siglo XIX, forma parte de un catálogo del estudio Antíoco Cruces y Luis Campam, el cual eternizó a varios tipos populares mexicanos de la época; la imagen pertenece a la colección Villasana-Torres.
En tanto, la imagen antigua de la comparativa es la pintura “Interior de una pulquería” de Agustín Arrieta (1802-1879), forma parte de la Colección del Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec; la actual es en Las Cremas de Tacuba, donde uno de los lemas es “No tenemos Wifi, pero tenemos Dominó”.
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