Metrópoli

Los bultos perdidos del Templo Mayor

Arequeóloga Zelia Nuttall. Fotos: Especiales
19/04/2020 |02:34
Héctor de Mauleón
autor de OpiniónVer perfil

En un rincón oscuro del Archivo General de la Nación, la arqueóloga Zelia Nuttall descubrió en 1908 un manuscrito quebradizo que llevaba casi cuatro siglos olvidado. Aquellos papeles eran parte de un proceso abierto por la Inquisición en 1539, en contra de un indígena acusado de esconder y custodiar, después de la Conquista, los ídolos del Templo Mayor de Tenochtitlan. Se trataba de una historia enteramente desconocida: las 26 fojas del proceso eran como una voz lejana que de pronto hubiera regresado para contarle a la arqueóloga algo.

A Zellia Nuttall, nacida en San Francisco, California, el pasado prehispánico la asaltó por primera vez durante la lectura de un libro de Lord Kinsborough: Antigüedades de México . En las postrimerías del siglo XIX Nuttall viajó a México y se podría decir que comenzó a vivir entre los dioses. Trabajó largos meses en el Museo Nacional, analizó códices y manuscritos –uno de ellos, el Códice Nuttall, fue bautizado en su honor--, escribió decenas de artículos que se publicaron en las revistas académicas más importantes de aquel tiempo, y recorrió centros arqueológicos en pos de vasijas y figurillas que en aquellos años aún era posible hallar a flor de tierra.

Al escritor británico D. H. Lawrence lo deslumbró a tal punto de pasión de Nuttall por la cultura mexica, que la convirtió en personaje de su libro La serpiente emplumada . Lawrence decía que la arqueóloga había estado en contacto con los restos prehispánicos durante tanto tiempo, que algo de los ídolos aztecas había pasado a su rostro.

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Era un hallazgo espléndido el que Nuttall realizó aquel día en el Archivo. Nadie se había preguntado por el paradero de “los bultos” que los conquistadores miraron con horror en 1519, al alcanzar por primera vez la cima del templo más alto Tenochtitlan. Se daba por hecho que aquellos dioses habían sido destruidos tras la caída de la ciudad, durante el proceso de demolición de los edificios sagrados que el padre Motolinia narra tétricamente en su Historia de los indios de la Nueva España : días funestos en que los indígenas fueron obligados a derribar sus propios templos, cuyos escombros, muchas veces, los aplastaban al caerles encima.

El proceso descubierto por Nuttall demostraba, sin embargo, que dieciocho años después de aquellos sucesos, el Inquisidor Apostólico fray Juan de Zumárraga se había puesto a buscar aquellos dioses, así como a los idólatras que los ocultaron.

Se trataba de los “malditos ídolos” del demonio que a Bernal Díaz del Castillo le habían parecido “bultos como de dragón y otras malas figuras”. Eran los dioses que el conquistador Andrés de Tapia contempló con horror en lo alto del templo y más tarde describió en la breve Relación de algunas cosas de las que acaecieron al muy ilustre señor don Hernando Cortés…

Mientras recorría por primera vez, “como por pasatiempo”, el recinto ceremonial de la Gran Tenochtitlan, Hernán Cortés llegó al pie del templo de Tláloc y Huitzilopochtli --que hoy llamamos Templo Mayor. Le ordenó a Andrés de Tapia: “Sobid a esa torre, e mirad qué hay en ella”. De Tapia trepó por la escalinata, contando los peldaños (“tenía ciento trece gradas”), y en la cúspide halló un recinto de paredes “hechas de imaginería de piedra”. Desde ahí presidía la ciudad el dios Huitzilopochtli, “el ídolo principal de toda la tierra”. La escultura tenía en la boca mucha sangre. La escoltaba un conjunto de figuras de figuras, de tres varas de alto y del grosor de un buey, a las que según De Tapia se había adornado con nácar, oro, turquesas, esmeraldas y amatistas.

Había también varios “bultos” sagrados hechos con semillas molidas y amasadas con la sangre “de niños e niñas vírgines” (sic).

Cuando Cortés subió al templo para mirar con sus propios ojos todo aquello, y observó las imágenes manchadas de sangre de los sacrificios humanos, exclamó con horror: “¡Oh, Dios! ¿por qué consientes que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra?”. Luego golpeó con una barreta la cabeza de uno de los ídolos y le quitó la máscara de oro que la cubría. Aquella profanación aterrorizó a Moctezuma. Para evitar que los dioses fueran destruidos, le pidió a Cortés que le dejara llevárselos “a donde quisiéremos”.

Según la crónica de Andrés de Tapia, “los ídolos fueron bajados de allí con una maravillosa manera y buen artificio”. En los adoratorios que habían estado dedicados a Tláloc y Huitzilopochtli, Cortés hizo colocar una imagen de la Virgen y otra de San Cristóbal.

Veinte años después –20 de junio de 1539--, un indio pintor “vezino de México”, cuyo nombre cristiano era Mateo, acudió ante el obispo Zumárraga para contarle que “cuando esta cibdad se tornó a ganar”, los ídolos del templo de Huichilobos (Huitzilopochtli), así como “otros muchos demonios”, fueron llevados a casa de un indígena, “vezino asi mesmo de México”, que en aquellos años se llamaba Puchtécatl Tlaylotla, y había sido bautizado con el nombre de Miguel.

El obispo Juan de Zumárraga, nombrado Inquisidor General en 1535, con facultades plenas para inquirir “contra hombres y mujeres, vivos o difuntos, ausentes o presentes” sospechosos o acusados de herejía, acababa de dictar una ordenanza que obligaba a los indios a entregar los ídolos que aún mantuviesen ocultos.

Zumárraga había descubierto que el culto a los viejos dioses se mantenía vivo y se efectuaba de manera subterránea --de acuerdo con la enumeración de Luis González Obregón-- en las ruinas de los templos, en el fondo de las cuevas, en la cima de los cerros, en el silencio de los bosques, en las orillas de los lagos y en los rincones invisibles de chozas y jacales. Ahí proseguían las idolatrías, se consumaban sacrificios –de humanos y animales--, y se ofrecían flores, copal, incienso.

Los adoradores de los dioses derribados fingían profesar la fe católica, pero en realidad seguían orándole a dioses de piedra mañosamente enterradas bajo las cruces de los atrios.

Zumárraga había predicado en los pueblos en contra de estas prácticas, amenazando con el infierno, y azotando en público a los apóstatas. Por estas razones, en noviembre de 1539 haría quemar vivo al cacique de Texcoco, Carlos Ometochtzin, nieto de Nezahualcóyotl.

En ese clima de miedo y persecución vino la vino la denuncia efectuada por Mateo en contra de Miguel Puchtécatl Tlaylotla. Mateó le contó al inquisidor que su padre había sido un hombre muy cercano a Moctezuma y que este le confió una parte de sus secretos. Dijo que en los años de la Conquista, a su padre le habían entregado en custodia un ídolo muy pesado, que se hallaba envuelto, y al que nunca nadie desató “por reverencia que le tenían, y porque dezían que quien lo desatase se moría”.

El padre de Mateo llevó aquel envoltorio a Azcapotzalco y se lo entregó al cacique Oquitzin y a un señor muy principal llamado Tlilatzin. Estos lo mantuvieron oculto en una casa, durante cierto tiempo, y le rindieron “mucha veneración”.

Mateo dijo que a su padre le habían entregado poco después otros cuatro ídolos. Las figuras de los dioses Quetzalcóatl, Telpuchtli,

Tlatlauqui Tezcatlipoca y Tepehua.

Al mismo tiempo que el secretario de la Inquisición tomaba nota de lo que Mateo iba narrando, se elaboró un pequeño códice, hecho probablemente por el denunciante (que como ya sabemos era “indio pintor”), en el que aparecían las imágenes de los dioses perdidos –cada uno con sus atuendos y potestades--, así como la figura y el nombre de las personas involucradas en su desaparición (a los que para entonces habían muerto se les representó con los ojos cerrados). Ahí estaban el padre de Mateo (se llamaba Atólatl), y también Oquitzin, Tlilatzin y Miguel Puchtécatl, entre muchos otros.

Los bultos perdidos del Templo Mayor

En 1524 Cortés decidió llevar su desastrosa expedición a las Hibueras, en la que se extravió en la selva e incluso se le dio por muerto. Como medida preventiva ante una posible rebelión indígena, decidió llevar consigo a los señores de México, Tlacopan y Texcoco: es decir, a Cuauhtémoc, Tetlepanquetzal y Coanacoch. Cortés cargó también con varios señores de Azcapotzalco. En ese grupo iba el padre de Mateo, y también los caciques Oquitzin y Tlilatzin.

Ninguno de los señores indígenas regresó con vida. Probablemente fueron colgados al lado de Cuauhtémoc, o murieron durante la penosa travesía.

Mateo se enteró de la muerte de su padre porque un viejo llamado Nahueca les comunicó la noticia, a él y a su hermano Pedro. “¡Pobrecitos de vosotros, ya sabeys como el cacique de Escapucalco y Tlilatzin e vuestro padre todos son muertos!”, les dijo. Nahueca les habló también de los dioses que habían sido custodiados por el difunto Atólatl: “Tenemos estos dioses a cargo, guardémoslos para si, en algún tiempo, nos los demandasen los señores”.

En aquel tiempo, el tlacochcálcatl que mandaba en la ciudad de México era un guerrero de nombre Nanauacatzin. Una noche, Nanauacatzin y el señor de Tula, Izcalcuetzin, mandaron pedir los ídolos a través de dos mensajeros.

Sigilosamente, Mateo y su hermano Pedro llevaron a los dioses a la antigua Tenochtitlan, probablemente en canoa, y los dejaron en casa de Puchtécatl Tlaylotla, “que agora se dice Miguel”.

Miguel/Puchtécatl los mantuvo ocultos a lo largo de diez días.

Una tarde, el señor de México, Nanauacatzin, fue a ver a los dioses, les llevó tortillas, copal blanco y codornices. Miguel y él los adoraron. Según la denuncia de Mateo, Miguel había colocado a los viejos dioses en un aposento cuya entrada había disimulado con unas esteras.

A Mateo le comentaron un día que los ídolos ya no estaban ahí, y le preguntaron a dónde los habrían llevado. Respondió que “no sabía, ni lo supo, ni nunca más los vio, ni sabe qué se hizieron”.

Al recibir la denuncia, Zumárraga determinó que aquellos ídolos constituían un peligro, pues los indios tendrían más el corazón en ellos, “que en las cosas de Nuestra Santa Fe, y donde deben”. Ordenó la Inquisición iniciara un proceso “para punir e castigar a los que han encubierto o saben dellos”. Los alguaciles comenzaron a indagar, preguntando en las calles de la inimaginable ciudad de México de entonces, por el paradero de un indio que antes de ser bautizado se llamó Puchtécatl Tlaylotla y “agora” se decía Miguel.

Un mes más tarde los inquisidores hallaron en uno de los barrios de la ciudad a un hombre “viejo y flaco”. Era el que andaban buscando. Lo llevaron en calidad de preso ante el secretario del Santo Oficio. Miguel rechazó las acusaciones y negó haber tenido noticias sobre unos dioses perdidos.

El secretario de la Inquisición le mostró el pequeño códice en el que aparecían él y todos los involucrados. Miguel dijo que se había olvidado de aquello, y que ahora, al ver esas pinturas, empezaba a recordar. Contó cómo unos mensajeros de Nanauacatzin le habían llevado una noche cinco envoltorios “que no supo que eran ídolos”. Que los mensajeros “los pusieron cubiertos con unas esteras”, y que diez días después se los llevaron, no sabía a dónde.

En un artículo publicado en el Journal de la Societé des Américanistes en 1911, Zelia Nuttall relató que la Inquisición hizo comparecer a siete testigos y que ninguno de ellos mencionó el nombre de Miguel, ni presentó prueba alguna de su culpabilidad. El 5 de agosto de 1539, sin embargo, Miguel Tlaylotla fue acusado por la Inquisición de haber tenido y encubierto, “con poco temor de Dios y gran peligro de su alma”, a “los ídolos mayores y más antiguos” del siniestro templo de Huichilobos.

“Los ha tenido y los tiene encubiertos y guardados y no los a querido dar”, acusó el fiscal. Para el Santo Oficio, era claro que Miguel “y todos los otros que supieron donde están los dichos demonios (…) tienen su corazón en ellos y les ofrecerán y los adorarán”.

Miguel fue acusado –le cedo la palabra al secretario de la Inquisición-- de “ydolatra, sacrificador y guarda de los dichos demonios, de estar infiel y ereje, como lo era antes que fuese cristiano”.

El abogado defensor de Miguel alegó que todo esto había ocurrido antes de que este fuera bautizado, cuando ni siquiera había Inquisición en la ciudad. Señaló que el cargo por no haber denunciado sería, en todo caso, por negligencia, y que “esto se tiene por muy liviano”.

Miguel alegó que los cargos eran mentiras de sus “enemigos capitales” (los historiadores suponen que en el fondo de todo esto pudo existir, en efecto, una disputa por el poder político). Pero el alegato no sirvió de nada. El 30 de enero de 1540 el obispo Zumárraga decidió que, para hacer que Miguel entregara los ídolos, “le debemos condenar y condenamos a que sea puesto en question de tormento”.

“Pido y suplico a Vuestra Señoría Reverendísima que porque estoy yo enfermo se suspenda la execucion (…) hasta que yo esté en disposición de poderla recibir, porque si ahora se oviese de executar correría mucho peligro mi vida y salud y mi justicia perescería”, replicó el acusado en un escrito.

El obispo se mostró implacable. Miguel fue sometido a los tormentos del garrote y del agua. El primero consistía en enredar al cuello del acusado una soga, que se apretaba o “agarrotaba” haciendo girar un palo. El tormento del agua, uno de los procedimientos favoritos de la Inquisición, consistía colocar un embudo en la boca del prisionero, y obligarlo a beber hasta ocho cántaros de agua, a fin de que la sensación de ahogamiento le invitara a hablar.

Miguel sufrió ambos tormentos y respondió siempre lo mismo: “que no sabía cosa ninguna más de lo que dicho tenía”. Se lee en el proceso que, en vista de que era muy “viejo y flaco”, se ordenó recluirlo en el convento de San Francisco para que los frailes “lo industriaran en las cosas de la fe” y “recorra su memoria qué se hizo de los ydolos y donde están”.

Nuttall sostiene que Miguel debió morir enclaustrado en el convento. A partir de ahí desaparece toda noticia de él.

La averiguación de Zumárraga siguió, sin embargo. En un segundo manuscrito, localizado por Nuttall en otra sección del Archivo, se lee que luego de la matanza del Templo Mayor, y antes de la huida de la Noche Triste, dos bultos grandes y pesados, uno negro y otro azul, fueron llevados por órdenes de Moctezuma hasta un poblado vecino. Un cacique llamado Andrés, que había sido íntimo de Moctezuma, declaró que dichos bultos eran los de Huitzilopochtli y Quetzalcóatl, y que los habían escondido en una cueva que “nunca se ha buscado ni han llegado a ella”.

En la declaración de Andrés hay un relato brutal y extraño. Dijo él que tras la muerte de Moctezuma, “estando la guerra trabada en la plaza de México”, Cuauhtémoc subió al templo de Huichilobos, acompañado por los señores de Tacuba, Texcoco y Azcapotzalco. Cuauhtémoc no pudo presenciar lo que sucedió después, porque se desmayó. Pero una vez en lo alto del templo, Tetlepanquetzal, señor de Tacuba, había sacado un espejo de adivinación que llevaba consigo y “dijo sus palabras de echicerías o encantamientos”.

El espejo entonces se oscureció, “y solo quedó clara una partecilla de él”. En esa parte se veían solo unos cuantos, unos pocos macehuales. La señal era funesta.

El señor de Texcoco se puso a llorar y dijo a los otros: “Digamos al señor Guatimotzin que nos baxemos, porque a México hemos de perder”.

Los señores reanimaron a Cuauhtémoc, exhausto por el hambre y las fatigas del sitio de Tenochtitlan, y todos bajaron cabizbajos, para enfrentar el fin.

La última noticia que se tuvo de los bultos sagrados fue que antes de la caída de la ciudad se les escondió en un barrio de Tlatelolco, y que más tarde “ciertos profetas” los llevaron a esconder a Tula.

No volvió a saberse de ellos.

Ahora mismo duermen en un monte, una barranca o una cueva. Esperan, sepultados, el fin de este tiempo, la llegada del nuevo sol.

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