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Otra vez la tragedia produce la mejor versión de México. Calles, camellones, glorietas, parques aquí y allá por la ciudad, se vuelven escenarios de una solidaridad pura, que no parece admitir regateos.
El sismo que el martes pasado azotó con 7.1 grados de magnitud el centro del país, hizo colapsar, entre otros, el edificio de Álvaro Obregón 286. Bajo los escombros podría haber aún decenas de personas.
A unas cuadras de las ruinas, cientos de mujeres, ancianos, jóvenes y niños forman cadenas humanas por las que no dejan de transitar latas, agua, café, cobijas, guantes y medicinas en cantidades industriales.
La esquina sur del Parque España va convirtiéndose de a poco en una montaña inmensa de fraternidad. Parece un hormiguero bullicioso en el que víveres van, víveres vienen, los organizadores de la muchedumbre gritan, otros lloran y las ambulancias no dejan de pasar veloces.
Alrededor, muchos rostros, rostros de personas de diferente traza que parecieran, de pronto, igualadas por una mueca, por esa mirada de quien se sabe frente a un asunto de vida o muerte.
El infortunio instaura una tregua en la lucha de clases. Las líneas que separan los estratos de la sociedad mexicana se difuminan de pronto por el infortunio, aunque sea por un momento.
De carros viejos a punto de desarmarse salen cientos de botellas de agua y latas de frijoles.
De camionetas enormes recién pulidas, decenas de palas nuevas, carretillas para transportar escombro y cientos de cascos de protección que constructoras locales entregaron a los rescatistas.
De diablos de propulsión humana, fruta y tortas de jamón para los voluntarios.
La ayuda llega de todos lados.
“Aquí estamos, unidos todos los mexicanos, seamos los que seamos”, dice María Romero, quien llegó a la Condesa a ayudar porque acá vive su hija y en Lomas de Padierna, donde vive, todo está mejor.
La solidaridad también desborda los límites del nacionalismo.
Levy Bertrand trae vendas en las manos. Fue mucho el escombro que removió ayer. Hoy lleva horas cargando y organizando víveres. Suda. Hace 10 años llegó a México de Senegal . “Lo que toca a México me toca”, dice Levy con un gesto de orgullo en la cara.
Es evidente que le emociona ser parte de esta marea humana de ayuda. Las tragedias son dolorosas, dice, pero también una oportunidad.
“Los momentos más duros, más difíciles son para que aprendamos y para sacar lo mejor que tenemos”, dice este senegalés animoso, a quien le brillan los ojos cuando habla de este país.
- Hablas como si quisieras mucho a México...
- No, no quiero mucho a México, ¡adoro! a México. Es mi país y mis hijos son mexicanos y todo lo que hago diario es para un México mejor”.
- Tú y toda la gente que está aquí parece confirmar aquello de que dar es recibir...
- Dar es mucho mejor que recibir.
- ¿Aunque se trate de una tragedia?
- Es una tragedia, pero me siento en el mejor México que he visto en 10 años.
En la esquina más cercana a la zona del derrumbe, tres jóvenes estudiantes de la UNAM ofrecen ayuda sicológica para quien la necesite. Anuncian su servicio con una pequeña cartulina que clavaron en un poste.
Básicamente están tratando a la gente que llega hasta ellos con ataques de pánico, con los nervios destrozados.
Están ofreciendo ayuda, dicen, por la misma razón de todos los que ayudan aquí: empatía.
“El ser humano está diseñado para ayudar, para colaborar. Es su naturaleza”, dice Aldo Alcantara Orihuela, uno de los tres estudiantes de psicología.
Ricardo Rodríguez tiene otra teoría. Las personas ayudan porque, al hacerlo, construyen la convicción de que así las ayudarían si fueran ellas las que enfrentaran la tragedia.
Ricardo no para de gritar, ordenando la circulación sobre una avenida Juan Escutia convertida en un gran estacionamiento. Ricardo es scout.
Varios vehículos se llevan la ayuda del Parque España a otros sitios de distribución. Aquí ya no se necesitan víveres. Lo que se necesita es que los esfuerzos para sacar a la gente sepultada en vida avancen más rápido, pero es difícil.
La gente parece saberlo. La ayuda fluye, la gente se mueve, pero todo mundo parece triste. La ciudad está triste. La tristeza se ve, se siente, se huele.
De un edificio de apartamentos en Atlixco sale corriendo un hombre con su hija en los brazos. Se llama Theo Michael, es griego y salió despavorido porque a uno de sus vecinos se le ocurrió mirar, a todo volumen, un video que reproduce la alarma sísmica.
Es que a la tristeza, tras el sismo del martes, también se le sumó el miedo.
“Puedo decir que es la experiencia más aterradora de mi vida”, dice Theo, angustiado. No sabe si el edificio donde vive desde hace siete años podría resistir otro temblor. No sabe a quién preguntarle.
“¿Cuántos terremotos más puede aguantar este lugar? ¿Qué pasa si hay uno más grande en dos semanas?”, pregunta Theo y es obvio que su pregunta es la misma que se están haciendo miles.
Un vecino se acerca al joven griego y su familia, los abraza, para consolarlos.
Es mexicano, uno más de ese México cuya mejor versión pareciera llegar siempre, tristemente, con la tragedia.