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Decenas de pobladores de Santa Cruz Meyehualco, Iztapalapa, cargaron sobre hombros los siete ataúdes de los pequeños que murieron durante un incendio que consumió su casa de madera en la colonia Buenavista.
Poco antes de las 13:00 horas, el campanero del pueblo se sentó en una de las bancas de la Parroquia de Santa Cruz Meyehualco a esperar a que se encendieran cohetes, pues era la señal de que la procesión había iniciado y los ataúdes llegarían pronto para la misa de cuerpo presente.
“Nunca en mi vida había visto tantos difuntos en una iglesia y llevo 70 años tocando la campana para ésta”, dijo don Plutarco, quien explicó que, por tratarse de un entierro de niños, la campana mayor debía repicar lento y rápido, “primero triste y luego alegre”.
Desde que los féretros fueron trasladados de la casa de un familiar de los niños, en el Callejón San Lucio, el flautista Rogelio y su acompañante, encargado del tambor, tocaron Lamento para Diego y Óscar, de dos años, Jimena, de cuatro, Adriana, de seis, Marlene, de nueve y Cruz Hidalgo y Miguel Ángel, de 13 años.
Por primera vez, los rostros de cinco niños, que eran hermanos, fueron revelados en dos fotografías que cargaban un par de mujeres al frente de la procesión. Los pequeños eran de tez morena y en las imágenes lucían sonrientes, algunos se abrazaban.
El pueblo de Santa Cruz le lloró a los niños, pues aunque ahí no vivieron, ni murieron, los vecinos junto con los deudos fueron quienes rezaron por ellos.
Algunos habitantes confesaron que se enteraron del entierro y que por la desgracia del caso, asistieron a la misa.
También estuvo ahí doña Eva, una vecina de la avenida Las Torres que solía darle de comer a los menores y con la que pasaron su última Navidad.
Los ataúdes fueron llevados hasta el sacerdote de la parroquia, quien durante su sermón preguntó por qué suceden tragedias como la muerte de siete inocentes, y con el micrófono en mano, sentenció: “Ellos ya no van a sufrir, ya no hay dolor, no hay angustia, no hay enojo. Ahora están en la vida eterna”.
Después de una hora, el padre les advirtió a los asistentes que no abrieran los ataúdes y que durante la procesión de regreso a la casa donde los velaban, donde les darían “un último adiós”, debían turnarse para que otras personas pudieran cargar los féretros blancos.
Entonces, el repique de la campana mayor que accionaba don Plutarco y la flauta de Rogelio volvieron a escucharse en la segunda caminata hacia la vivienda y la tercera hacia el cementerio vecinal.
Mientras los vecinos contemplaban la marcha de los pequeños ataúdes blancos sobre las calles, las autoridades capitalinas emitieron un comunicado en el que explicaban que el incendio en la casa de los niños fue provocado porque “se aplicó fuego directo a algún material flamable”.
Los padres de los cinco niños que eran hermanos llegaron al panteón de Santa Cruz después de las 15:00 horas.
Sus delgadas siluetas se perdían entre la multitud de vecinos y otros familiares. El hombre siempre estuvo callado, con la mirada hacia abajo. La madre, con los ojos llorosos, siempre fue abrazada por una mujer robusta y de cabello teñido.
Como en otros entierros, los presentes soltaron decenas de globos blancos. Los sepultureros, con cuerdas en mano, en medio de un hoyo de 3.5 metros de profundidad, sostenían los ataúdes para acomodarlos por tamaños.
El 28 de diciembre pasado, bomberos llegaron a la casa de madera deshecha por las llamas y encontraron los cuerpos de los siete niños en un extremo, juntos. Desde ayer, todos descansan de la misma manera, en un solo lugar.