metropoli@eluniversal.com.mx
A los nueve años, Aldo Alfredo pesaba 58 kilos. En las fotos lucía como un niño cachetón; su mamá Marcela pensaba que era normal, que daría el “estirón” y mientras tanto podría seguir bebiendo jugos y comiendo hamburguesas y pizzas que tanto le gustaban.
Un día en la primaria el niño se sintió enfermo: le dolía la cabeza, tenía náuseas, mareos, veía puntitos. Esos síntomas continuaron y fue llevado por sus padres a un médico privado. En el consultorio y sin tapujos, el doctor le dijo: “Tiene obesidad”.
Aldo Alfredo y su madre llegaron al Hospital Pediátrico de Iztapalapa, donde fueron atendidos por la doctora Laura Mejía, quien primero les pidió que le realizaran un ultrasonido. El diagnóstico fue hígado graso por su exceso de peso. “La ropa de niño no le quedaba”, dice Marcela.
Durante una cita la médico organizó una dieta específica, acorde a la edad y peso de Aldo Alfredo. Si antes comía dos veces al día, ahora tendría que comer cinco, con tres colaciones. “En la casa cambiamos todo, había yogurts, galletas, embutidos. Tuvimos que sacar todo y cambiar por comida sana. Fue difícil, porque venimos con una costumbre de mucha grasa y tortilla”, detalla su madre.
Los primeros días fueron retos. “Al principio le pegaba a mi cama”, cuenta Aldo Alfredo cuando su mamá lo interrumpe para agregar que también lloraba. “Primero me ponía triste y después me enojaba porque mi mamá no me daba lo que quería”.
Eventualmente Marcela notó que no sólo debía convencer a su hijo para seguir la dieta; ella también lo hizo porque como la doctora Mejía siempre les decía, “no puede usted comer una torta y él una ensalada”.
A pesar de la negación, el niño entendió que el nuevo régimen era necesario. Un día, durante una consulta, escuchó hablar a la directora del programa contra la obesidad del hospital y a su mamá. “La doctora dijo que era una situación grave. Pensaba que podía morir”, narra.
Desde ese momento pasó del enojo a la satisfacción: “Primero fui feliz porque ya no me sentía mal, y en segunda porque iba a practicar futbol, el deporte que me gusta”.
Marcela recuerda que “uno está como ciego. Su abuelo se dedica a la medicina del deporte y una vez, cuando yo le di jugo a Aldo él me dijo ‘no, ya no. Tú no te das cuenta que está subido de peso’. Lo tomé mal”.
Durante los dos años de tratamiento, Aldo Alfredo bajó 14 kilos. “Si uno come verduras, todos comemos verduras. Yo soy medio necia, pero, invariablemente, él sí hace sus cinco comidas”, dice Marcela.