Catedrático, editor, poeta, ensayista y narrador son algunos de los atributos de Sandro Cohen (Newark, Nueva Jersey, 1953-Ciudad de México, 2020), a los que debe agregarse su conversión a los placeres de la gastronomía mexicana descubiertos al venir a radicar a nuestro país, a los 19 años de edad, procedente de su natal Estados Unidos. Está casado en segundas nupcias con su colega Josefina Estrada, con quien no sólo comparte sus proyectos literarios —escribieron en coautoría De cómo los mexicanos conquistaron Nueva York—, sino el gusto por la comida en México y el extranjero.
También es un apasionado del piano y, en ocasiones, incursiona en la cocina de su casa, lo cual lo pone en la disyuntiva de preparar un arroz o practicar una página de partitura de Mozart. A veces gana el arroz.
“Tengo una deformación culinaria, que es la de Estados Unidos, y luego una formación culinaria mexicana. Allá la comida era totalmente práctica: había que comer porque, si no, uno se moría. No hay una tradición casera de buena cocina, como la existente en México. Y además, como mi mamá era maestra de escuela y tenía un segundo empleo en las tardes, pues no tenía tiempo para dedicarse a las exquisiteces de la cocina. Aunque hacía algunas cosas, su sopa de matza ball era una delicia: es una sopa del este de Europa, tradicional entre los judíos. La matza es pan ácimo hecho pedazos con huevo y otros ingredientes, con la que se hace una especie de albóndiga servida dentro de un caldo de pollo, con eneldo y otras especias.
“Yo odiaba las verduras porque sólo las conocía enlatadas; después, cuando llegué a México y empecé a probar la verdura fresca, descubrí que es otra cosa. Lo mismo me pasó con el vino, porque en mi familia nunca hubo alcohólicos y a nadie le gustaba el alcohol. Una botella de brandy podía durar guardada en la despensa hasta quince años. Las únicas ocasiones en que se tomaba vino en mi casa era en las fiestas judías, y era uno espantoso llamado manischewitz , que es un vino de consagrar: es como jugo de uva fermentado, con toneladas de azúcar.
“Recién llegado a México, en el lugar donde desayunaba no servían pan blanco. Yo no sabía lo que eran las tortillas y extrañaba el pan blanco y la acción de untarle mantequilla; entonces, pedía mantequilla para untársela a la tortilla y echarle sal. No sabe mal. A veces todavía lo hago para recordar esa época.
“Tengo dos suegras, y las dos son muy buenas cocineras, por lo que he sido privilegiado en ese sentido. Mi esposa Josefina cocina muy bien lo mexicano. Por un tiempo pensamos que los mejores tacos eran de La Lechuza, de Miguel Ángel de Quevedo, pero luego llegamos a la conclusión que en realidad son los del restaurante El Gallito, que está en la esquina de Insurgentes y el Eje 4 Sur, con muy buenas salsas y tortillas recién hechas. Para mí, el mejor restaurante de comida mexicana sin grandes pretensiones, es El Bajío, en la colonia Clavería, al que empecé a ir cuando trabajaba en Grupo Patria Cultural, luego de que me llevara uno de mis colegas. Tienen unas empanadas de plátano rellenas de frijol de sabor exquisito, siempre las pido de entrada.
“Cuando vivía en Nueva York, casi no había mexicanos; había cubanos, puertorriqueños, dominicanos, pero mexicanos sólo escritores, artistas y diplomáticos: gente normal no había. Ahora la gran cantidad de mexicanos que vive allá hace que importen de todo en materia de comida. Entonces era difícil conseguir chiles y las tortillas se hacían con Maseca, que todavía se usa y no tiene la consistencia del nixtamal, lo que te impide hacer un taco como debe ser, ya que se te deshace en las manos.
“Poco antes de los atentados del 11 de septiembre, hice con mi esposa un libro sobre los mexicanos radicados allá. Luego de instalarnos en el hotel, nos fuimos al Carnegie Deli a comernos una sopa de matza ball antes de ponernos a chambear. Nos atendió una mujer de Coyoacán, a quien le preguntamos si había otros mexicanos trabajando en el restaurante. Nos señaló a todas las personas detrás del mostrador, más el gerente que era del estado de Morelos colindando con Puebla. Después nos llevaron a la Quinta Avenida de Brooklyn: has de cuenta que estás en un barrio de México, con restaurantes, abarrotes, panaderías —el pan sabe un poco diferente, por el tipo de maíz y agua que utilizan en su preparación— y zapaterías donde venden zapatos Dingo: la gente pide para sus hijos los mismos zapatos que ellos usaban de niños. Uno hasta puede conseguir Corn Flakes importados de México. También encuentras todas las variedades de cervezas mexicanas; pulque no. Yo no creo que pueda pasar la prueba sanitaria. Tampoco hay buenos tequilas, y el mezcal ni lo conocen.
“En otra ocasión, visitamos a mi familia en Estados Unidos y Josefina hizo sopa. Allá no suele ser una parte importante de la comida, pero como los niños tenían-que-comer-sopa, conseguimos los ingredientes que, más o menos, podían funcionar e hizo una sopa mexicana de pasta con jitomate que a todo mundo le fascinó. Claro, no es lo mismo que la sopa Campbell’s.” (@BitacoradeMelindres)
[Publicado originalmente en 2007, en la desaparecida sección “Estilo de Vida” de El Universal]
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