Llegas a La Raya , en el municipio de Zimatlán de Álvarez , y el tiempo parece detenerse. Te acercas a los comales, ves como el viento mece las hojas de la milpa y cada aroma se expresa para hacerte saber que así es el campo y que su quietud es necesaria.
Para Alejandro Ruíz , estar en Portozuelo , el nombre de su nuevo proyecto familiar que integra una huerta orgánica y una cocina de leña para eventos privados, es la vida que él aprecia. En este sitio habitan sus orígenes y memorias, ya que estos terruños son herencia de sus abuelos y en ellos pasó su infancia.
Su padre se llama Joaquín Ruíz Lavariega. Si prestas atención, aún encontrarás a este hombre entre la siembra, limpiando las zanahorias, preparando la composta o quitándole las espinas a los nopales chiquitos y tiernos que ahí crecen. Sus manos son testigos vivos de trabajo. Ellas lo describen: él no tiene miedo de meterlas a la tierra.
Alex, como le decimos los amigos de cariño a este cocinero, platica que a su papá le gustaba andar a caballo de joven. Nos muestra una entrañable foto en su celular, mientras comemos algunas delicias que él nos enseñó a preparar horas antes. Recuerda a su madre, Vicenta Olmedo Meneses, quien tuvo gran sazón. Charlamos de amor, desamor, juventud, inicios y sorpresas. Todo sucede sin parafernalia, sin manteles largos, sin filipina, rodeado de sus tías, sobrinas y ayudantes que echan «blanditas» al calor de los fogones de barro y ayudan a servir las mesas.
Hay mucho mezcal y gozo en este grupo con el que comparto. Tres son investigadores especializados en enfermedades infecciosas e inmunología: Lillian Cohn, Jason Brenchley y Daniel Douek . También estamos con Guadalupe Galván , quien es poeta, letrista de canciones y traductora. Los cuatro tienen algo en común: aman cocinar. Todos prestan atención, anotan los consejos que da Alex, observan con cuidado y comparten sus experiencias y experimentos culinarios.
Ellos vienen de diferentes lugares del mundo y contextos, pero quieren picar, mezclar, tostar y lograr que los ingredientes se transformen, que se haga la magia. Tomamos el conejo y las papas que lo acompañan, nos chupamos los dedos con el ceviche de tasajo, devoramos las memelas recién hechas y su asiento goloso. Sí hubo espacio para ese postre con plátano, chocolate y compota de jamaica porque lo dulce pertenece a otro orden en el cuerpo, aunque se esté lleno.
Mi cabello huele a leña y mis manos a ajo. Tengo en los ojos cáscaras moradas, cacao y hierbas. Mis palabras saben ácidas, tatemadas o picantes. Portozuelo es ese sitio para compartir e ir probando si esa pizca de sal de verdad es la adecuda. Ahí uno puede embarrarse las manos, machacar los jitomates, sentir el viento en la cara y mecerse en una hamaca. Su arquitectura es obra de Edgar Ángeles, quien es parte del clan de Real Minero, otro colectivo ejemplar originario de Santa Catarina Minas.
La plática fluyo, no había hora. «Yo ahora digo: primero es salud, luego familia y luego trabajo», dice este hombre a quien se le ha definido de tantas maneras por los medios, por sus colegas y por sus amigos cercanos, pero que ahora busca reencontrarse y definirse el mismo, a sus casi 50 años de edad. Soy afortunada porque ya van cuatro veces que pasó días bellos en este lugar de La Raya , de cuyo nombre sí quiero acordarme.
En Portozuelo se cuida el invernadero con chiles de agua, permanecen los árboles de papayas y guayabas que él conoció de niño, se siembran coles, lechugas, cilantro, albahaca, flores comestibles como el mastuerzo, cebollas, flores de calabaza, estevia y más. Hasta hay una milpa en la que se busca que se adapten bien maíces amarillo, negro y rojo de la región.
Animales como patos, lechones, conejos, gallinas y más se crían en libertad, como es la normalidad en los ranchos. Así, cada plato es a la vez sostenible y sabroso. De esta latitud salen insumos frescos para los negocios gastronómicos de Alex y su equipo, pero además se renta para eventos y clases de cocina.
Este lugar se suma a las metas de 2019. «Lo que sigue ahora es el tema de alimentar sanamente y contar esa historia del producto, sabiendo de dónde proviene. Ahora con la huerta, por ejemplo, queremos ofrecerle a nuestros clientes una calidad, no nada más en el sabor y a la vista, sino también nutricional», dice.
Para un oaxaqueño la palabra «criollo» es lo más cercano a lo que en las ciudades (y en el vocabulario de la era fit) se conoce como «orgánico». La lógica en los pueblos rurales o indígenas es consumir lo que se tiene al alcance, en la temporada en la que se produce. Es una sabiduría implícita, sin slogans ni la necesidad de sellos o certificaciones. Si bien los cambios por la industrialización llegaron, por fortuna, el arraigo por comerse el entorno permanece y se defiende por algunos.
«Siempre he sido muy terco para no tener que adoptar ni terminología o iniciativas, por muy buenas que sean, quizá por ese ‘oaxaqueñismo’ que tengo en la sangre. Sin embargo, siempre he buscado crear nombres, conceptos, proyectos o ideas desde Oaxaca para el mundo. Esto tiene que nacer desde quienes somos», añade.
Él reflexiona: en algún momento se tiene que ser lo suficientemente consciente de que no puedes estar siempre en los reflectores, ni ser nominado como el número uno todo el tiempo. La vida es así. Al menos él lo ve de esa manera. «Entonces, tienes que aprender a sembrar otros arbolitos que te den sombra y que, eventualmente, te den fruto cada año. Ese arbolito creo que es regresar al cobijo y a la sombra de mi hogar, desde donde viví mi infancia con mis padres, con muchas carencias, pero muy feliz. Un hogar donde puedo llevar a mis hijos y platicarles que era lo que yo hacía a su edad, en esos campos en los cuales decir ‘me siento en mi vientre, me siento en mi tierra, en mi casa’, y es muy genuino. Yo ahí me quiero quedar», finaliza.