Pocos lugares le hacen honor a su nombre como este. Es sábado por la tarde, venimos con ánimos de celebración a causa de un cumpleaños. Somos tres esperando, traemos la firme intención de comer y beber bien, es algo latente. -Si no fuera cocina española todo llevaría aguacate-. Gracias a la apropiación de las banquetas de la ciudad, nos toca una mesa al aire libre con una inclinación que no la tiene ni la pera de Cuernavaca.
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Muchas opciones al centro
El gran número de jarras de clericot en las mesas contiguas me hacen sentir como señora de Polanco, pero este chiringuito se ubica en Condesa. Hay cervezas españolas excedidas de precio, por lo que un vino por botella es la mejor alternativa. El calor obliga a beber una caña o agua mineral con gas para bajar la temperatura, mientras se pica un plato de aceitunas aliñadas y se revisa la carta a través del móvil -jo, que hay que adentrarse en el papel-.
De momento se escucha el murmullo de los comensales y el poco tránsito vehicular. La carta inicia con embutidos y quesos, seguido por las entradas, divididas en ración, media ración y tapa. Nos sirven el vino, Toro. No puedo dejar de ver la pendiente del caldo en la copa, pero me distraigo con las crujientes croquetas de jamón perfectamente escoltadas por alioli, así como los sabrosos pimientos de piquillo rellenos de bacalao, bañados en una bechamel tan anaranjada como un amanecer en Tenerife.
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Sin espacio en la mesa, se acomodan un plato de anchoas en aceite acompañadas con dos trozos de pan -¡vaya pan!- coloreados con mantequilla y un pulpo a la gallega. El molusco no tiene buena pinta, pero es fantástico. Desde pequeña he comido este plato hecho por las manos de mi padre y aunque no tuve un momento Ratatouille, me hizo muy, muy feliz. Nos saltamos los huevos rotos -mal hecho-, pero quería el apapacho de un buen guiso de lentejas y cumplió su cometido.
Pedro Martín, el chef de casa es un crack de los arroces, por lo que ordenamos uno con hongos. El vino ya está en sus últimos sorbos, el ruido ambiental incrementa y el lechón confitado se anuncia. El aroma del lechal bañado en su propio jugo hace salivar al instante. La cocción es ejemplar, las cebollas cambray le aportan un toque dulce y la papa arrebata -por momentos- la grasa natural del plato.
El sol comienza a ocultarse y la bulla emprende su máximo volumen. Hay fiesta. Golpeteos en la mesa a ritmo flamenco, risas y las conversaciones se convierten en algo ineludible. Usualmente en este punto estoy emocionada por el postre, pero la comida nos dejó más que satisfechos, el ruido nos invitó a ordenar la cuenta. Compadezco a los vecinos, pero agradezco el festín que acabamos de tener.
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Bulla
IG @BullaMX
*Diana Féito es periodista gastronómica, apasionada por descubrir historias. Siempre la encontrarás comiendo algo rico y compartiéndolo en sus redes @DianaFeyto