Los mexicanos amamos las fiestas, sobre todo si son sacras. Cualquier mártir se vuelve santo de nuestra devoción si nos acerca a un momento de esparcimiento. Quizás sentimos que, al rendir homenaje a un santo patrono o conmemorar un momento bíblico, nuestros excesos son absueltos. Las posadas, por supuesto, no se quedan atrás. En ellas, nos emborrachamos y comemos hasta que la barriga y el espíritu se sienten ensanchados.
Aun si hace tiempo no asistimos a una posada, podemos anticipar lo que nos espera: si vivimos en una colonia popular, los carros y las camionetas bloquearán las calles desafiando a la autoridad y a la libre circulación. Nos meteremos bajo una lona azul, o roja, o blanca manchada por las inclemencias de la lluvia y, entre manteles de poliéster blanco, conviviremos entre cazuelas, vasos rojos, villancicos, cumbias y reggaetones. Porque, aunque se honre el nacimiento del niño Jesús, el perreo intenso nunca falta.
En la posada romperemos piñata y probablemente se nos partirá la cabeza en dos con las cañas y las jícamas que comprueban la fuerza de gravedad de la Tierra. Si llegáramos a pedir posada, rogaremos ser de los afortunados que se resguardan en el calor del hogar, y no ser de los guerreros de Dios que soportan la intemperie. Intentaremos seguir la canción del cuadernillo y nos burlaremos de la tía que canta mal, pero que pone a prueba el poderío de sus pulmones; las velas nos quemarán los dedos y las chamarras y, nos preguntaremos por qué no les pusimos un capacillo.
Las posadas son tan nosotros, tan México. Sin embargo, están en peligro de extinción. De a poco, los diciembres se van quedando flacos de tradiciones locales, y con tal homogenización cultural, las fiestas de marzo se parecen a las de diciembre, las de Estados Unidos a las de acá, y las de acá a las de todos lados. Las posadas, tan caóticas como sacras, tan ruidosas como alegres, son motivo de unión familiar y comunitaria. Habría que volverles a dar posada en nuestras calles.
¿Alguna vez te has preguntado cuál es la historia detrás de la tradición de las posadas? En Menú te contamos desde el origen del dulce aguinaldo, pasando por los platillos y bebidas más populares de esta querida tradición decembrina, hasta el simbolismo de las piñatas.
La temporada de posadas inicia nueve días antes del nacimiento del niño Jesús “representando los nueve meses de gestación”, según indica la Dra. María Elizabeth de los Ríos Uriarte, investigadora de la Universidad Anáhuac y especialista en Bioética del Mundo Contemporáneo, y “marca un tiempo de preparación y de júbilo por el nacimiento de Jesús”.
Según la investigadora, la primera posada oficiada por los misioneros agustinos se llevó a cabo en 1587, en San Agustín de Acolman, Estado de México, pero claro, siempre hay quien sale a decir que no, que fueron los jesuitas, en Tepotzotlán. Su origen son las llamadas “misas de aguinaldo”, celebraciones adicionales a las marcadas en el calendario eclesiástico por lo que eran consideradas como un regalo de Dios a los fieles creyentes. Al terminar estas misas-premio, se impartía la bendición y las frutas de temporada.
Para la investigadora, las posadas fueron la interpretación a la Panquetzaliztli, la celebración que se hacía en honor del dios Huitzilopochtli, el patrono de la cultura mexica, también relacionado con la guerra y con sol. Antiguamente durante su celebración en el mes de diciembre se adornaban los templos con banderas y, según el Códice Florentino, se regalaban pequeñas figurillas elaboradas con tzoalli, una masa de amaranto tostado y miel de maguey.
Para el profesor e investigador de la Universidad Anáhuac de México, Alberto Peralta de Legarreta, las posadas están íntimamente relacionadas con los ciclos de la milpa. “En diciembre los cultivos ya habían sido cosechados por lo que marcaba una época de descanso y de celebrar la abundancia de la cosecha de ese año”, afirma.
En las posadas se cantan villancicos alusivos al nacimiento de Jesús y pueden acompañarse por una pastorela compuesta por episodios de la vida de José, María y el niño. Dichos signos pueden o no estar, ser intercambiables o hasta olvidados en la planeación, sin embargo, como en toda fiesta mexicana, una amplísima manifestación gastronómica con alto contenido calórico debe hacerse presente.
Siempre ha sido igual. Según Los Anales de Antropología, vol. 48 - 1, desde épocas precolombinas cualquier festividad dedicada a los dioses sucedía en torno al maíz, el frijol o la chía. “También se daba de beber a los participantes atole, pulque y se comían tamales, entre otros guisos preparados”. En nuestras celebraciones actuales no falta el maíz –ahora quizás con más de grasa y encuentros con Occidente– hasta completar la regla no dicha de la culinaria nacional: los platillos deben ser llenadores, sabrosos y económicos.
Peralta de Legarreta dice que la comida de las posadas “tiene que ver con el levantamiento simbólico de la temperatura”. Además, son elaborados con los frutos de temporada, altos en vitamina C para contrarrestar las enfermedades de las vías respiratorias. Lo estacional, lo tradicional y lo sacro son comodines de esta celebración que comienza y termina con comida y bebida.
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¿El aguinaldo llega puntual cada diciembre a tu cuenta bancaria? Su origen fue menos capitalista y más espiritual: los agustinos y jesuitas impartían misas adicionales como un regalo eclesiástico por el nacimiento de Jesús. En ellas, no se regalaba dinero sino fruta de temporada. Con el tiempo ese aguinaldo se convirtió en bolsitas de dulces que alegraban a los niños durante las posadas.
Entre los dulces del aguinaldo se encuentran las colaciones o confites. Se elaboran con fécula de maíz y azúcar glas; el interior, sin embargo, resguarda una sorpresa. Si tenemos suerte, nos tocará la colación lisa que esconde una almendra o cacahuate. Tendremos más suerte si el cacahuate no está viejo como Matusalén. Si es de textura rugosa puede que esté rellena de fruta, o de anís –esa que nadie quiere–. Ahora, si la posada del barrio es nice, la colación podría esconder piñones o pistaches, y lo mejor, podrían estar frescos. Y si nos gustan mucho, puede que alguien nos cante: “Anda María, sal del rincón, con la canasta de colación”.
No es un secreto. El común denominador de las posadas es el mezcal, la paloma o la cubita, pero lo tradicional es el atole, que en náhuatl significa “agua o líquido caliente”, según Peralta de Legarreta. El atole es cultura mexicana hecha bebida espesa y caliente. En ella, se mezcla lo reconfortarte con lo nutricio; se realiza a base de maíz cocido y agua, que anima el espíritu y el cuerpo. No por nada ha sido usada con fines medicinales, en ceremonias y ritos.
Si en la posada no hay atole, seguramente habrá chocolate, la bebida de origen prehispánico que, en su versión de barra, dulces o en polvo, le ha dado la vuelta al mundo. Los antiguos lo tomaban procesando el cacao y añadiendo agua, vainilla y flores. El de nuestras posadas llevará menos ritual y más azúcar, e irá mezclado con leche y quizás canela para levantarnos el ánimo, pues “el chocolate con toda su carga amorosa y endotérmica es un premio. Está allí por una cuestión de unión familiar, de amor simbólico y tendrá la función de calentarnos durante el frío”, afirma Peralta de Legarreta.
Adicionalmente está el ponche que no es mexicano, sino de origen indio. La versión que deambula en nuestras posadas está cargada con especias de invierno e ingredientes locales como la jamaica y el tamarindo. A los mexicanos nos encanta porque es una fiesta de vitamina c y por supuesto, de azúcar. “En el ponche encuentras un espesante que es el tejocote y la guayaba que le da la pectina, las pasitas que andan nadando, las ciruelas pasas que sueltan azúcares y le dan energía al cuerpo”, complementa el investigador.
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Los tamales que comemos en las posadas, las fiestas, o los que transporta la bicicleta que anuncia “ricosss tamalesss oaxaqueñosss”, poco tienen que ver con los tamalli (“envuelto”, en náhuatl) de nuestros ancestros mexicanos. Los de antaño se hacían con quelites, elotes o calabaza y por supuesto, no tenían manteca de cerdo pues llegó con los españoles. Actualmente cada región se enorgullece de su propia versión ya sea envuelta en una hoja de maíz o de plátano. Para Peralta de Legarreta, “En las fiestas, nos sirven porque es un elemento económico y muy valorado”. La Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural afirma que existen más de quinientas recetas de tamal así que, dependiendo de las coordenadas geográficas de la posada, en la tamalera se pueden encontrar de carne de cerdo con salsa, de mole, de huevo cocido o hasta de blue berries con queso crema.
En las posadas más modernas hay tostadas de pata, de tinga de pollo o de res. Si la economía no fue regordeta y sonriente durante el año, serán de embarrada de frijol. Puede haber tortas sencillas como las del Chavo, cemitas de mole, flautas de carne o de papa, o un desfile de cazuelas con guisados para hacerse tacos. En estados como Guerrero se sirve pozole verde. “En Veracruz se sirve el chilpozontle: una especie de guisado caldoso que se hace con jitomate, chile y lleva chayotes y quelites”, complementa Peralta de Legarreta.
Para este punto de la posada, quizás ya escuchamos expresiones como “comí hasta reventar” o “no me cabe ni un alfiler”. Sin embargo, apenas sale el tupper o la charola de churros y buñuelos, inmediatamente olvidamos la indigestión. Este tipo de alimentos dulces y fritos elaborados con harina de trigo se originaron en España y, según Alberto Peralta de Legarreta son frutas de sartén. Los churros, prensados a través de una duya en forma de estrella, fueron llamados así por su similitud con los cuernos de la oveja churra, una raza originaria de Castilla y León. Junto a ellos están los canelones dulces que generalmente están huecos o van rellenos de manjar o de crema pastelera, como en ciertos municipios de Chiapas. Otra fruta de sartén son los buñuelos de viento, similares a una rueda de carro, y los de rodilla: “que se estiran y estiran para cuidar el gasto”, completa Peralta. Ambos son tradicionalmente vendidos en las ferias de diciembre y en las posadas. Suelen servirse con una melaza hecha de piloncillo y espesada con la pectina del tejocote y la guayaba.
Para rematar un festín mexicano hay que tener un poco de drama. ¿Qué mejor que romper una piñata representando al demonio? La investigadora María Elizabeth de los Ríos asegura que la piñata representa al ser humano reconociendo que Jesús ya nació y es capaz de vencer a los pecados capitales, razón por la que se reviste en siete picos. Legarreta apunta que las piñatas son italianas, pero que en México surgió eso de adornarla con picos. Lo de adentro, puede ser un surtido de dulces Sonric’s, fruta o hasta dinero. Ello, el riquísimo interior, según la Dra. María Elizabeth, representa la gracia de Dios: la alegría, la humildad, la compasión, porque el palo de la fe ha vencido el mal.