Crack – crack. Así, con un sonido parecido a un pase de magia, se abre un mundo de posibilidades gastronómicas ante nosotros. Ahí, en el viejo tazón de sopa que utilizamos para cocinar, el huevo devela su interior de clara y yema. Nada especial, ¿cierto? Si no, por qué razón las abuelas dirían despectivamente, “No sabe cocinar ni un huevo”, para sentenciar que cualquiera puede poner un huevo en la sartén. Ajá, pero no. Aunque parece una obviedad, dominar su arte es como intentar atrapar humo con los dedos. El tema es que, a la hora de preparar unos huevos, la física y la química nos pueden jugar una mala pasada. Basta recordar capítulos de horror como: “Huevos resecos como el desierto”, “Revueltos & Apelmazados”, “Omelettes tatemados y otras desdichas”, que han deambulado al menos una vez por nuestro desayuno.
No hay duda de que, hacer unos huevitos es sencillo; develar la grandeza de su blanco y amarillo ser, no lo es. Los grandes chefs del mundo lo confirman. ¡Vaya! Ejecutar una omelette es, en algunos restaurantes de alcurnia, la prueba de fuego para obtener un trabajo en cocina.
El huevo, humilde, casi invisible, se deja ver hasta que no está: ¿o ya se te olvidó la vez que trataste de hacer un pastel sin él? Sus dones son muchos. Aporta estructura, unión, consistencia y sabor; pero quizás su superpoder sea el de la transmutación. Que, si es mejor como protagonista que como ingrediente de alimentos salados y dulces, depende del momento del día, de los requerimientos nutricios. No es lo mismo verlo como rey en unos huevitos rancheros que como lacayo en una salsa holandesa.
El manejo del producto es fundamental. Sergio Camacho, chef televisivo y presidente de Vatel México, afirma que, “Sólo el conocimiento del manejo y de las formas del huevo te da las aptitudes para saber cómo potenciarlo. No es un producto que sean tan delicado, pero a la vez es tan sublime que es fácil no hacerlo bien”. Esto sale a relucir en la preparación de un huevo poché donde la complejidad tiene que ver con las diferencias estructurales y ontológicas de sus dos integrantes: la yema y la clara. Y como la luna y el sol, ambas son tan distantes como complementarias.
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Con estas dos sencillas variables las mutaciones se vuelven infinitas. Sor Juana Inés de la Cruz, quien además de poetisa, fue una gran cocinera y docta en las artes dulces, reflexionó sobre sus fluctuaciones en una carta que escribió a sor Filotea: “Veo que un huevo se une y se fríe en la manteca o aceite y, por el contrario, se despedaza en el almíbar… ver que la yema y la clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no.” Cada una tiene sus propiedades: la yema, formada por agua, grasa y proteína, emulsiona, aporta humedad y consistencia, da color y sabor. Por su parte, la clara, conformada por proteínas y agua, posee propiedades espumantes y anticristalizantes por lo que otrorga estructura.
A lo largo de la historia, los grandes chefs han dedicado parte de su vena científica en encontrar las variables físicas y químicas del huevo y con ellas, encontrar nuevas técnicas. Resulta curioso que ante el frío, la clara se espese y la yema se haga más firme. Ante el calor de unos 60º C, la clara y la yema se coagulan, mientras que en más altas temperaturas comienza una reacción de Maillard con la que se dora la superficie. El huevo también es altamente susceptible a la velocidad. Gracias a ella, obtenemos los distintos puntos de batido como el punto de cinta, el punto de nieve o el punto de pico. Y si lo mezclamos con otros ingredientes, las reacciones son más fascinantes que en el laboratorio de la secundaria: cuando lo sometemos a ciertos líquidos, la reacción del cocimiento se retrasa, pero al exponerlo a la sal o a agentes ácidos como el vinagre, el cuajado se acelera.
No cabe duda que los cocineros franceses del siglo XVIII hicieron importantes descubrimientos hasta conseguir esa ligereza particular de los suflés o la cremosidad de los huevos en cocotte, sin embargo, para el chef Sergio Camacho, en restaurantes como El Bulli, los españoles llevaron al huevo al siguiente nivel a través de esferificaciones, preparaciones al vacío o espumas. En dicha experimentación molecular también se destaca el fisicoquímico Hervé This, quien logró “descocinar” un huevo añadiéndole borohidruro de sodio y cocinarlo durante tres horas. Sí, la revolución gastronómica cabe en un huevo.
Una historia de huevos
¡Qué hubiera sido de la cocina prehispánica si hubiéramos tenido huevos de gallina! Y es que, según el doctor en Historia, escritor y presidente de la Sociedad Mexicana de Gastronomía y Enología, José N. Iturriaga, antes de la llegada de los españoles sólo contábamos con los huevos de guajolote, los cuales no eran habitualmente utilizados por su espesor y por no ser tan sabrosos para los guisos. Con la llegada de las gallinas –más fácilmente domesticables que los guajolotes–, aquel paraíso gastronómico se expandió: “El huevo se volvió fundamental para la cocina mexicana que es una cocina mestiza. El huevo, traído por los españoles, se convirtió en el protagonista de muchísimos platillos con una raigambre española”, afirma Iturriaga.
En el periodo barroco, el huevo era un elemento esencial. Los recetarios conventuales los incluyeron en numerosas preparaciones, sobre todo, en las dulces y en algunos platos salados. Conviene agregar que el desayuno no se inventó como tal hasta el siglo XIX, con la llegada de la Revolución Industrial. En las recetas recopiladas por Sor Juana Inés de la Cruz y editadas por Mónica Lavín y Ana Benítez Muro en el libro Sor Juana en la Cocina, la décima musa describe varias recetas con el título “huevo”, como los huevos mejidos, los huevos reales, o los huevos moles, que consisten en preparaciones dulces que acompañaban al café o al pecaminoso chocolate de la tarde.
“En aquellas épocas de la colonia, un pastel se hacía con 20 huevos, un flan con 25; es decir, el uso de los huevos para repostería, pastelería y confitería era masivo”, afirma Iturriaga. Ahora, rara vez, una receta nos pide más de cinco huevos, “un poquito por razones económicas y otro poco por razones dietéticas”, sentencia el doctor en Historia.
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No es un secreto que, durante una época, el huevo estuvo bajo llave en el cajón de las cosas prohibidas por los doctores. En 1950, la American Heart Association lo incriminó de contribuir al aumento de las enfermedades cardiovasculares y la elevación del colesterol en la sangre. Ahora se sabe que esto es un mito: “una gran cantidad de estudios realizados en la última década en torno a consumidores de huevo y su relación con el nivel de colesterol en la sangre, demuestran que este consumo no aumenta de manera significativa el nivel de colesterol”, afirma la Revista de Divulgación Científica de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
El huevo se recuperó de tal forma que, según la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural, el consumo per cápita en México en 2019 fue de 22 kilogramos, consiguiendo el primer lugar del consumo mundial. El mexicano come huevo casi innegablemente a la hora del desayuno, sin embargo está presente a lo largo y ancho de más de doscientos platillos de la alimentación cotidiana: desde en sopas como el pozole estilo Guerrero, detrás del capeado de los chiles poblanos, el rebozado de unos camarones estilo Baja, el ligamento de unas tortitas de atún, el cuajado del flan o la esponjosidad de un pastel de elote.
Con más de quinientos años en el territorio nacional el huevo se ha integrado, no sólo en cada recetario de las cocinas regionales y a la canasta básica, sino como parte de la identidad nacional. Incluso forma parte del sincretismo religioso en donde no hay limpia energética que se respete sin la inclusión de un huevo pasado de pies a cabeza por el consultante. En el vocabulario popular, el huevo y sus decenas de acepciones están arraigadas en las más floridas conversaciones, pues no hay duda de que, a los mexicanos nos gusta aderezar hasta lo más simple, o lo que es lo mismo, le ponemos huevos a todo.
¡Qué huevos!
Hablemos de optimismo gastronómico, de técnicas que pueden alcanzarse con el regalo de la presencia y la práctica. En esta sección está el capeado. Su arte es difícil de alcanzar. El “perfecto”, si es que acaso existiera, debería sentirse como una caricia de aire, debería tener un dejo a yema –sutil, armonioso–, y tener el grosor exacto para afianzarse sin romperse al alimento que resguarda. Si el capeado es el sujeto, este no debiera competir con los sabores de su objeto.
Sergio Camacho recomienda iniciar el proceso en un bowl frío para alcanzar de forma eficaz el punto de turrón en las claras. Una bendición extra, por aquí o por allá, no estorba. “Ya levantadas las claras, hay que ponerle un poco de la misma yema para que tenga color. Para mí, el secreto es meterle mucho aire y un poquito de sal, para que tenga sabor”.
Una técnica, quizás menos popular y aun así presente en los restaurantes hipsters de las grandes ciudades, es el huevo pochado. Como es una preparación sumamente versátil, se puede añadir a una salsa verde, una pomodoro, una shashuka, o sobre un pan brioche untado en hummus y aguacate. La complejidad está en conseguir que la yema se cueza en poco tiempo para que la clara no quede como un pedazo de goma. Para Camacho, hay que incluir un poco de vinagre en el agua hirviendo: “cuando hay una reacción química con la albúmina y el vinagre en el agua, conseguimos que se encapsule. Con el tiempo que le das a la cocción del huevo, se va haciendo rápidamente de afuera hacia adentro hasta tener una yema cocida”.
En cuanto a la omelette, no hay que desanimarse. Su perfecta ejecución pide pericia y de vez en cuando, convertir la delicada tortilla en unos huevos revueltos de último momento. Camacho dice que hay que hidratar el producto con una sustancia láctea –como leche o crema— y no incluir aceite sino mantequilla para que el agua se mantenga en las moléculas del huevo. La elección del sartén es asunto primordial. No ocupes una demasiado grande porque la tortilla quedará como crepa, ni una demasiado pequeña porque tardará más en coagular. Si tus manos no tienen la habilidad para irla enrollando con movimientos firmes en el mango de la sartén, utiliza una pala para doblarla. Luego, deslízala a tu plato con delicadeza pero con valentía. Ya sabes lo que dicen los chamanes: el huevo siente la energía. Hazlo sin miedo y oliendo ya la gloria de un desayuno perfecto.