Sayula
tiene un icono dulce: sus cajetas . Pero, ¿qué tienen estas de especial? No se sacan de un frasco de vidrio para servirse sino que se comen directo de una caja de madera ovalada. Vienen con una cucharita del mismo material al interior. La emoción llega al abrirla y saber que, en la parte superior, tiene una costra de caramelo dorado y delicioso que se va rompiendo para comer la parte más suave de abajo. Es un créme brûlée a la mexicana.
Se vendía en ferias y dulcerías regionales en recipientes llamados ‘cajetes’. De ahí se les bautizó como ‘cajetas’. “Había quesos que llegaban empacados así desde Michoacán. A todo lo que estaba guardado de ese modo se le conocía así. Había ‘cajeta de pollo’ o ‘cajeta de carne’”, explican José de Jesús Lugo López y Claudia, su hermana. Ambos son parte de la cuarta generación de una familia de cajeteros en Sayula, Jalisco. Ambos dirigen en la actualidad la empresa Cajetas Lugo Etiqueta Naranja. Es importante esa categoría por colores en el nombre comercial pues existen otras familias Lugo en el ramo y en la ciudad. Para que cada pariente tuviera su negocio sin problemas e independencia, decidieron distinguirse por colores. La tradición dulcera de su estirpe se remonta a los primeros años del sigo XX, cuando su tatarabuelo vendía rompope para los militares.
Eduviges Flores y Agustín Lugo, los bisabuelos de José de Jesús y Claudia, incursionaron en este oficio. Su abuelo, José de Jesús Lugo Flores, le enseñó a su padre, José de Jesús Lugo Cueto, quien desde los siete años vendía la golosina a los viajeros del tren que pasaba por esta localidad. De hecho, ese tercer José de Jesús se independizó de su padre, formó otra compañía y registró la marca para poder venderla en Estados Unidos de Norteamérica, además de distribuirla en Jalisco, Colima y Baja California. Después, varios comercializadores se la llevaron al otro lado desde Tijuana e, incluso, entre sus planes al día de hoy está abrir una tienda de cajetas cerca de Los Ángeles, California.
Tienen dos productos: la cajeta Lugo , que es la joya de la familia, para la cual solo utilizan leche bronca de vaca, esencia de vainilla y azúcar estándar; y l a cajeta Sayula, que además de los tres anteriores, lleva glucosa y harina, para abaratar costos y ser un insumo de batalla. De la primera elaboran alrededor de 10 toneladas al mes, pero de la segunda producen alrededor de 480 kilos cada día. En su empresa, generan empleos para 90 personas, de las cuales solo dos no son sayulenses, pues a partir de que este poblado abriera sus puertas al turismo a inicios de esta década, Cajetas Lugo Etiqueta Naranja “ha crecido mucho como empresa,” dice José de Jesús. Incluso, la fábrica nueva que los aloja permite que los visitantes puedan ver cómo se prepara el célebre postre regional.
La cajeta Lugo es la más rica de su gama de productos. El menjurje azucarado se debe revolver durante tres horas y media en la lumbre. Debe alojarse en un cazo de cobre traído de Santa Clara del Cobre, Michoacán. La pala con la que se mueve la mezcla era antes de madera, pero por higiene y practicidad idearon que solo mantuviera la punta de este elemento. “Hay dos puntos críticos en la cajeta: el primero es cuando echas los ingredientes, pues debes menear todo el tiempo para que no se pegue; y el otro es cuando se reduce la cajeta, pues es más espesa y se puede apelmazar, así que se debe continuar revolviendo. Se sabe que ya está lista cuando se ve el fondo del cazo,” aseguran los hermanos.
Cada cajete es hecho a mano, con madera de pino albellano (una especie de la zona) y en un proceso legal y ecológico. En el 2004 cuando creció la demanda, se dieron cuenta de que era necesario pensar de manera sostenible. Con sus propios recursos y sin apoyos federales, adquirieron poco a poco 40 hectáreas para ir reforestando el cerro de Juanacatlán, en la sierra de Tapalpa. Claudia y José Luis enfatizan que la cajeta de Sayula no sería igual sino fuera por este tipo de pino que le aporta sabores y aromas característicos. Solo cortan un árbol al mes y continúan sembrando para cuidar el ambiente y mantener viva su actividad.
En su taller varios trabajadores trozan, ovalan, hierven, redondean, sacan la tira, “tabletean” (como ellos llaman a moldear esa materia, que al trabajarla se siente húmeda y fresca), secan al sol, pulen, colocan una marca azul en la que será la tapa y ensamblan.
El paso final llega al rellenar cada recipiente con la cajeta, cubrirla con azúcar y hornearla a fuego para darle ese caramelizado, que es su esencia. Ese repositorio acaba siendo como un cofre cálido y suave que se cierra con grapas, y una gran habilidad manual que solo la da el trabajo de años. Su valor agregado viene de un pasado vivo que integra cambios necesarios en el presente para ser sustentable.
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