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Las flores son una metáfora de la belleza: sus colores, variedad y aroma son un goce para los sentidos. In xochitl in cuicatl es la palabra en náhuatl que definía a la poesía. En español, significa “la flor y el canto”. Recordé esto mientras vivía una cata fuera de lo común, en la que el chocolate y el té acompañaron a estas plantas excepcionales.
Sophie Vanderbecken, chocolatera en Le Caméléon
; Omar Chávez, parte de la familia de los viveros Ecoflor (que dirige Mauro, su padre); y Fernando Gaitán, especialista en té de Shaktea y director de la Academia Mexicana de Té , unieron sus conocimientos para ofrecer chocolates de origen, flores comestibles y tés de colección para algunos comensales aventureros. Cada uno de estos ingredientes son universos enteros, que al unirse, conforman una galaxia peculiar en la cual el gozo es el lenguaje común.
Foto: Paulo Vidales
Ecoflor tiene más de 25 años en el tema de especies comestibles orgánicas y Shaktea lleva un lustro en el tema de la difusión de esta bebida milenaria. Sophie es belga y comenzó hace 15 años con su taller chocolatero. Ella recuerda a su primer maestro, Jean-Marie Demaret, primo de su papá, quien le enseñó las técnicas de bombonería de esa nación. Con “Le Chef”, es decir “El Jefe”, no había “medias tintas”: lo correcto es primero moldear, luego rellenar. Esta aprendiz, la que él creyó que hacía este alimento por capricho, fue más allá: ella busca que se reconozca lo especiales que son los cacaos nativos mexicanos.
Ese día jugamos con las flores y dimos un viaje por diferentes cacaotales de Tabasco y Chiapas; bebimos tés de China, Japón y la India; y fuimos florívoros sin temor. Todo comenzó cerrando los ojos: Fernando explicó que, como en el caso del Tai Chi, al inhalar y exhalar profundo, te conectas con tu gusto y olfato. “En la antigua China se decía que todo té tiene cierta energía. Cada célula tiene una vibración, lo mismo un nuevo sabor o un aroma, así que se debe estar atento a sentir qué nos provocan cuando los tomamos”, agregó.
La primera flor fue la Capuchina naranja —que sabía a rábano y olía a hinojo—. Se acompañó con un té negro Select Yunnan Black —con notas a cáscara de naranja y miel tostada—y un chocolate de cacao criollo al 85%, de la Hacienda Jesús María en Comalcalco, Tabasco—cítrico, de esos que hacen salivar en automático—. La sugerencia fue tomar un pedazo del pétalo, luego oler el brebaje y después, el chocolate, para finalmente combinar los tres. Al hacerlo, el balance estaba presente: todo se volvía sedoso y envolvente. Con ellos asocié una emoción: la calma.
Después, el Cempasúchil , la que aromatiza y adorna todo para el Día de Muertos, se probó con un té negro Lapsang Souchong— que recuerda al tocino y al copal— y otro chocolate ejemplar, elaborado con cacao Blanco Marfil al 82%, del maestro Tito Jiménez de Pichucalco, Chiapas—lácteo y que posee un dulzor de gardenia y lima dulce—. Fue de mis mezclas preferidas, ya que en este trinomio aparecieron sabores cárnicos, a limón, madera y azafrán. Con ellos relacioné un vocablo: misterio.
Cuando la rosa rosada llegó a la mesa también se sirvió un té excepcional, que tenía un gusto mantequilloso: el Jin Xuan, también conocido como Milk Oolong —al que Fernando definió como un “té azul”, por el tono que da su oxidación—. El chocolate para ambos fue uno de cacao trinitario Uranga, también del señor Tito, pero al 80%. Este es muy especial: te remonta a su hábitat, entre piñas, pimienta y hierbas frescas como el acuyo. Al probarlos juntos, el dulzor que cada uno tenía se equilibró en una tríada elegante. Para este momento, pensé en una sola acción: la seducción.
Para el clímax de la experiencia, llegó una flor que por sí sola fue una travesía: la Begonia. Al olerla, no se esperaba su intensidad. Al probarla, la sorpresa fue ácida y carnosa. El té elegido fue un Darjeeling —una variedad de té negro muy codiciada por su método, y que recuerda al moscatel—. Estos se probaron con un chocolate del mismo cacao criollo de la Hacienda Jesús María que se comió al inicio, pero al 80%. Mis sentidos pensaron solo en sorpresa: la boca supo que la astringencia, el amargor, las notas a semillas como la pepita, y las especias como clavo y canela, fueron un maridaje disfrutable, pero inesperado.
Al final, la gardenia cerró con bombo y platillo. No son en vano las canciones en su honor, no es gratuito que se le asocie con esos amores inolvidables pues al comerla, es exquisita: tiene cuerpo y permanencia. El té verde Hōjicha —las algas y el arroz tostado son sus principales características— y el chocolate de cacao Blanco jaguar al 82%—que el productor Margarito Mendoza le pidió a Don Tito para sembrarlo en Ostuacán—tuvo resultados distintos y maravillosos. Era como si te comieras una ciruela amarilla, de esas que parecen tener leche cremosa al morderla. Este instante lo narraría como plenitud.
Julio Cortázar escribió en “Rayuela”: “nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura”. Nosotros gozamos con los sentidos infatuados por lo que habíamos ingerido. Nada volverá a ser igual después de saber a qué tanto te pueden saber tanto esos seres que se regalan cuando uno nace, se enamora o se muere; qué tan diferentes pueden ser esos líquidos que se extendieron culturalmente al Occidente gracias al budismo; o qué tan vivo te puede hacer sentir ese alimento, cuyo centro de origen cultural es nuestro terruño— y que sigue vigente en México, gracias a quienes lo valoran—.