Son las primeras horas de la mañana y México se despierta. Se escucha ya la escoba del barrendero y un incontable ejército de triciclos cargados con miles de tamales y, por supuesto, humeantes atoles ya están listos en cada esquina para alimentar a los que madrugan. Y por qué no, también para llenar la panza de  los que  van tarde a la escuela, a la oficina y a los que simplemente están aquí, en México, disfrutando de cada mañana con un atole y un tamal.

La historia del atole es larga y sabrosa pues sus orígenes se remontan antes de la Conquista. Los primeros registros  los hizo la pluma de Fray Bernardino de Sahagún, allá en 1565, quien lo describió como una bebida caliente o fría, preparada con base en masa de maíz molido o tostado. Así, en el devenir del tiempo y la cultura culinaria de México, el atole también se ha tejido en las fiestas patronales, posadas y hasta en los velorios, convirtiéndose en una de las bebidas más populares de la cocina mexicana y, también, en una de las más versátiles.

 De guayaba, piña, fresa y chocolate, incluso de mamey, zarzamora, amaranto, arroz, nuez o ciruela pasa, el atole en la Ciudad de México ha adoptado una personalidad claramente dulce y espesa, gracias a la incorporación de la fécula de maíz, alejándose así de expresiones más ligeras elaboradas con agua y masa de maíz.

 Hoy en día, la dupla de tamales y atole es súmamente reverenciada en el día de la Candelaria pues, más allá del apego religioso de un sector de la población, el hecho de reunirse con la familia y amigos para degustarlos es ya un elemento de cohesión social. Tan solo el gobierno de la CDMX alista, para este 2 de febrero en el Zócalo, 21 mil tamales acompañados de cinco mil litros de delicioso atole bien calientito. 

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