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El pozole ya dejó de borbotear en la estufa. Los aromas del maíz y la carne invaden la cocina. Sin embargo, las tareas culinarias no han terminado. Justo unos minutos antes de que los invitados lleguen, hay que partir los aguacates por la mitad. Hay que hacerlo en un solo movimiento y más o menos calculando que el corte se reencuentre del otro lado. Luego, hay que sacar la pulpa y machacarla –pero no mucho– en un molcajete de piedra. Un tazón de cristal y un tenedor podrían funcionar, sin embargo, dejaríamos fuera algo de la alegría que es hacer y comer guacamole.
El aguacate debe conservar cierta estructura, de forma que se agarre bien a un trozo de tostada cortada grosso modo con los dedos. Mejor aún: que se ciña con garras y dientes a unos totopos recién fritos, que quitan tiempo, pero otorgan una capa extra de sabor y consistencia. Al molcajete se incorpora la cebolla y el chile picados finamente. También unas gotitas de limón. ¿Cilantro, pimienta o ajo? En el guacamole no hay purismos, sino gustos. Y es que los grandes libros de cocina podrán decir misa, pero la receta de guacamole es la de nuestra abuela o nuestra tía –la que nunca se casó, pero cocinaba no de diez, sino de once–. Al final va la sal, como ese diamante que hace brillar lo que toca.
Al centro del mantel bordado, el guacamole hace mejor centro de mesa que unas rosas frescas. Ahí, en el epicentro del banquete, la salsa de aguacate se convierte en un objeto de culto al que chicos y grandes usarán de prefacio de una larga comilona mexicana.
No es que esta salsa de oro verde sea sine qua non de las reuniones mexicanas. Puede o no estar. El guacamole es una mula de doce, al mismo tiempo que una ficha repetida. Quizás los nacionales la obviamos por lo sencillo que es hacerla, pero que nadie niegue que hay maestría en lograr el balance ideal de cada ingrediente. Para los estadounidenses es como nuestro Cinco de Mayo: es la representación culinaria de la mexicanidad. En el resto del mundo es un meme, una obsesión. Por eso, que no muera. Que viva… como México.
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Guacamole primigenio
El origen del guacamole es humilde y silvestre. Alberto Peralta de Legarreta, doctor en Historia y Etnohistoria por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, afirma que es una preparación anterior a las culturas más importantes de Mesoamérica. La domesticación del aguacate, corazón del guacamole, comenzó en el mismo periodo que el maíz, por lo que “podríamos pensar que existía una preparación primitiva, a penas añadida con chile recolectado, hace más de siete mil años”, afirma Peralta de Legarreta.
Sin embargo, el primer registro de un guacamole primigenio lo hace Fray Bernardino de Sahagún, quien recorrió y probó todo cuanto pudo del mercado de Tlatelolco y el de Tenochtitlán. “En esos lugares algunas personas vendían comida preparada. En sus registros escribe (Sahagún) que vendían un plato o una cazuela que era de aguacate y que quemaba. Era muy ardiente, por lo que seguramente tenía chile”, asegura el doctor Peralta. Pero, en ese entonces el nombre del guacamole era ahuacamolli o ahuacamulli, del náhuatl ahuacatl, “aguacate”, y molli, que para Legorreta no significa “salsa”, sino “preparación”, “guiso”. Los textos no alcanzan a explicar la forma en la que se lo comían, sin embargo, el aguacate formaba parte esencial de la dieta mesoamericana. Aún más, el aguacate era parte de la cultura y cosmovisión por lo que no era raro encontrarlo en diversas preparaciones y leyendas.
De salsa a bandera nacional
El guacamole fue evolucionando y adecuándose al devenir del tiempo. De la época prehispánica hasta el siglo XIX no se cuenta con registro de la forma de prepararlo ni de si era un plato completo o un complemento. “Suponemos que los siglos XVI, XVII y XVIII, donde no tenemos ni fuentes ni tenemos recetarios, se seguía llamando ahuacamolli. El ahuacamolli dejó de llamarse así hasta el siglo XIX”. El guacamole, ya con el nombre que conocemos hoy y en su versión de acompañamiento, figura en recetarios de ese siglo preparado con cierto grado de dificultad. Según los textos, había en ellos jitomate sofrito, cocido, o tatemado. Luego, se molía previamente acompañado de chile, para incorporar el caldillo al aguacate. El resultado era un guacamole rojo y bastante más líquido. “En algunos recetarios incluso aparece acompañado por orégano, pimienta, chiles güeros y vinagre”, complementa Peralta de Legarreta.
En el siglo XX resuenan personajes como Alejandro Prado, un vendedor de hornos cuya estrategia de venta lo llevó a redactar múltiples recetarios. El guacamole aparece en uno de ellos descrito como una “ensalada de aguacate”. “Cuando tú lees la receta, se le ponía jitomate encima y rodajas de cebollitas de cambray cocidas y escurridas, aceite, vinagre, sal y pimienta blanca”, apunta Peralta de Legarreta. Aunque el guacamole de 1918 era diferente al actual, poco a poco se acerca al nuestro –por si acaso algo lo fuera–: ya tiene cebolla, jitomate y chile y un agente ácido para irrumpir el proceso malintencionado de la oxidación.
Tras la Revolución Mexicana y con el nacionalismo desbordado, la cocina fue uno de los pilares culturales del movimiento de institucionalización. “La cocina a la que nosotros llamamos mexicana, aparece hasta 1930. Esa fue la época del nacionalismo, allí nacieron los chiles en nogada, como los conocemos hoy, la bandera comestible. Nacieron también el pico de gallo y la receta actual del guacamole”, apunta el doctor en etnohistoria. Fue Josefina Velázquez de León quien registra por primera vez, a mediados del siglo XX, una receta en la que el aguacate iba machacado, aderezado por unas gotitas de limón, cilantro y cebolla. Es a partir de esa preparación en la que el guacamole también se consagra como una bandera, como una representación de la mexicanidad: es verde por el aguacate, rojo por el jitomate, blanco por la cebolla. En su esencia es como nosotros: picante, desenfadado, festivo y por supuesto, no se raja.
El boom del aguacate, el boom del guacamole
El aguacate –puntualizado por Legarreta como drupa (fruto carnoso poseedor de una sola semilla)– dista mucho de los aguacates primigenios: con el tiempo estos han desarrollado resistencia, sabor y aporte nutricional. En la Historia General de las Cosas de la Nueva España, fray Bernardino de Sahagún menciona tres tipos de aguacate: “aoacatl”, “tlacacolaocatl” y “quilaoacatl”. Tras la Conquista el aguacate cruzó los mares llegando a Europa y haciendo guiño a los paladares extranjeros por su textura untuosa, su gran aportación calórica y nutricia. A partir del siglo XIX en California se comenzaron a cultivar árboles de esta drupa sin mayor auge. Se cultivó aguacate también en Perú, Países Bajos, España, Chile y Colombia. En México, “Todavía hasta 1963 se tenían registradas 47 variedades, todas ellas con nombres regionales. Sin embargo, a partir de 1964, la variedad híbrida denominada “Hass”, comenzó a sustituir las variedades nativas”, según información del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Luego de muchas décadas elucubrando distintas estrategias para aumentar su venta, fue hasta los años noventa cuando los productores de aguacate de Estados Unidos enforcaron sus esfuerzos en expandir su consumo, convirtiéndolo en la bandera de una de sus fiestas nacionales: el Super Bowl. El corazón sería el aguacate; las arterias, el guacamole, una salsa hecha en diez minutos, dependiendo la pericia de las manos. Una campaña tras otra, la estrategia de marketing funcionó a tal punto que en la última edición del Super Bowl, la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural estimó un consumo de 35 mil toneladas de guacamole, siendo México el responsable del 30% de la cosecha mundial y Michoacán, el estado con mayor producción.
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Las reglas contra las innovaciones
Hay que mirar al guacamole como un acompañamiento, no como un plato central. Por ello, lo mejor es que pique. Que, si debe hacerse en molcajete o no, es una decisión epistemológica; en el razonamiento debe estar que dicho mortero de piedra volcánica le proporciona sabor y una estructura que no puede alcanzarse en una batidora. ¡Vaya, mucho menos en una licuadora! Adicionalmente, según Peralta de Legarreta, “En la molienda, el molcajete despide piedrecillas nutricias, micro cristales que tienen un valor nutricional, le dan textura y sabor”. No es que nunca deba ir más líquido. Si va para salsa taquera, lo mejor es que tenga menos estructura para que se deslice entre los tropiezos de carne.
Por su parte, Pepe Salinas, chef ejecutivo del Balcón del Zócalo, afirma que hay que conservar la esencia del guacamole por lo que las innovaciones deberían quedar fuera de la cancha: “El guacamole, como tal, debe ser guacamole. Yo no creo que un guacamole se le deba de licuar o servir en una espuma”. Para él, las reglas serían que el aguacate esté en su punto, que la mezcla no quede demasiado troceada y con una base de sabor que corresponda a la receta familiar. “En algunas zonas de la República Mexicana pueden agregar diferentes chiles, también algunos ingredientes extra: como hierbas, guaje o pápalo. Pero eso sí, se debe de servir con maíz”.
A pesar de no creer en la innovación del guacamole, Pepe Salinas considera que, si se transforma y se deconstruye, puede ser el punto de inspiración de platillos como su meteorito de margarita con aguacate, presente en el menú de temporada del Balcón del Zócalo. Su entrante nace de esa escena típicamente mexicana donde apenas los invitados ponen pie en una casa, cuando ya comienzan a circular los tequilas, el mezcal; los anfitriones ya dejaron el guacamole y los taquitos placeros al centro, preludio de una comilona memorable.
La chef de Carmela DeMorada, Gabriela Ruiz, lo pone a la mesa en una gama de verdes que se antoja de accesorio. Para ella, el guacamole “es la intro de un concierto, las primeras canciones de un disco”. El suyo, armonioso y artístico, evoluciona las reglas añadiéndole pistache, jalapeños encurtidos y una emulsión de jalapeños con limón que aportan notas de acidez. Lleva maíz, en versión de tlacoyo, para que el acto de saborear sea amable hasta a la hora de morderlo.
Peralta de Legarreta afirma que, “El guacamole en manos extranjeras, en unos años puede acabar teniendo chícharos”- refiriéndose a cuando Obama inocentemente preguntó si la receta del guacamole los incluía. Y cómo no, si la cocina, una vez que viaja, deja de ser nuestra. Ahí lo vemos en los anaqueles enlatado, congelado, hecho dip… Sin ir más lejos, en México lo hemos puesto en molcajetes junto a carne seca, mariscos, frutas exóticas y toda suerte de verduras parrilladas. Nada puede salvarnos del devenir de la gastronomía en paladares inquietos. Ante la antítesis de evolucionar o morir, el guacamole, audaz y resistente como los mexicanos, ha navegado en el flujo de la impermanencia, y por eso sigue vivo, más vivo que nunca.