Lilia Martínez y Torres

se dio cuenta que tenía una colección de objetos de comedor y cocina cuando ya no había más vitrinas donde guardarlos. Lleva cuatro décadas reuniendo estos testigos del tiempo. Su vajilla de los Juegos Olímpicos del 1968 o su cuchara del siglo XIX —que se usaba para comer tuétano en los banquetes— hablan su propio lenguaje. Esta investigadora y fotógrafa poblana no solo analiza diseños, texturas, brillo y funcionalidad de los objetos, sino que sabe que ellos cuentan vidas y épocas.

Ella recuerda con cariño el arroz rojo, el chilposo, los moles y los pipianes que su madre preparaba, pero el revoltijo era toda una ceremonia que se celebraba cada año para el santo de su padre, el 29 de septiembre. Esa era la fecha más apreciada para los suyos. “Era un platillo que implicaba horas de trabajo. Ahora entiendo que hay diferencia entre lo costoso y lo elaborado”, cuenta.

Alrededor de 60 personas se reunían a comer esta mezcla que nada tiene que ver con el que se hace en Navidad, con mole, romeritos y nopales, pues este lleva chiles poblanos, papas, ejotes, habas y eso sí, nada de carne. Se ahorraba para comprar platos especiales para el convite, se bordaba un mantel nuevo, se pulía la cubertería y se alistaban los vasos más bellos pues la ceremonia de reunirse alrededor de la mesa poblana, de su mesa poblana íntima, implicaba una parafernalia especial que requería exquisitez, orden y cuidado.

Lilia aprendió esto y mucho más con las mujeres de su estirpe, así como con las anfitrionas de las tantas comilonas a las que ha asistido en su vida. Lo que servimos y cómo lo servimos es una radiografía de nuestra forma de vivir. En La gula, la gala y la golosina. Comer a la poblana , su libro más reciente, plasmó solo un poco de todo ese mundo personal, que a la vez uno puede servir de memoria para algunos de sus paisanos que hayan tenido contextos similares de vida.

“En mi casa se hacían los mejores chiles en nogada . Tenemos un dicho en Puebla de que la mejor receta es la que has degustado toda la vida. Mi mamá no lo bañaba en exceso pues no le gustaba que se viera todo desbordado. Tengo fotos donde sale con el platón donde los servía”, narra.

Y es que además de la cocina, la fotografía es de las más grandes pasiones de esta mujer curiosa, que ha reunido desde los años setenta un vasto acervo con ejemplares que datan desde 1846 hasta 1986. La Fototeca Lorenzo Becerril es un sueño que se cristalizó en la capital de su ciudad natal.

No hay una sola Puebla y Lilia está de acuerdo con eso. Se puede tener a la vez un mantel de San Luis Potosí, plata de Taxco, textiles de Aguascalientes y una vajilla Maison de Limoges . La salsa verde y roja son indispensables; el mollete, ese postre poco conocido se espera y se come en septiembre; así como también el polvorón sevillano que es placer comestible de la época decembrina. “Eso es Puebla y así ha sido la globalización desde hace muchos años. No sé si logro dar ese mensaje o no en el libro, pero ese era mi propósito”, dice la maestra quien se sigue perdiendo entre libros antiguos, objetos, platillos y anécdotas pasadas y presentes.

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