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Dividido entre diez grupos (o sea, en deciles), el ingreso promedio de las personas más pobres en 2018 fue de apenas 43 pesos al día, mientras que las más ricas obtuvieron 778 pesos. En las áreas urbanas, los ingresos diarios de los hogares del decil más acaudalado superaron 17.4 veces a los del primer decil, en tanto que en las áreas rurales, en 19.3 veces.
Estos datos de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2018 (ENIGH), publicados por el Inegi hace apenas unos días, fueron los que ganaron los titulares de la prensa. También lo dicen de otra forma: los hogares más pobres del país tuvieron un ingreso diario de 101 pesos, mientras que los más acaudalados ingresaron 1,853 pesos cada día.
Esas cifras, sin embargo, pueden producen efectos engañosos: de un lado, porque hacen creer que la única forma de entender a la desigualdad es el dinero; y de otro, porque hacen suponer que para combatirla solamente hay que entregar dinero. En esa lógica, la igualdad equivaldría al ingreso idéntico de todos y la única función del Estado sería, acaso, redistribuirlo entre quienes ganan menos. En consecuencia, eso que llamamos política social no habría de consistir sino en un modelo de compensaciones realizadas a través de transferencias monetarias. Si todo es cosa de dinero, dirían algunos, la solución es repartirlo.
Ojalá fuera tan fácil. Detrás de esas cifras se esconden otras desigualdades mucho más profundas que no atañen al dinero sino a los derechos. Menciono solamente algunas de las que asoman, sin embargo, tras los dineros desiguales: los hombres con posgrado tuvieron ingresos trimestrales de 109, 452 pesos, mientras que las mujeres sumaron apenas 61,934 pesos; y lo mismo sucede con quienes no tuvieron más que educación primaria: 11,078 pesos para los hombres y 5,890 para las mujeres. Doble zanja: los estudios de quienes pueden acceder a ellos y la persistente diferencia entre géneros. Y entre los pobres, como siempre, los grupos indígenas volvieron a aparecer en la última línea de la lista.
No es cosa trivial que el mayor ingreso venga del trabajo. Según la ENIGH, 28,223 pesos se obtuvieron, en promedio trimestral, de empleos subordinados, mientras que los dineros que llegaron de becas y beneficios de programas gubernamentales sumaron apenas 842 pesos. Estos apoyos pueden llegar a significar hasta poco más de un tercio del ingreso de los más pobres. Pero la mayor parte del dinero que consiguen obtener, incluso entre ellos, sigue llegando del trabajo. Y sucede que cerca del 60 por ciento del trabajo en México sigue siendo informal y, en consecuencia, carece de derechos laborales y de protección social. Esto significa que aunque se añadieran miles de millones de pesos para tratar de compensar a quienes ganan menos, la fuente de las desigualdades que padecen seguiría intacta. Y con mayor razón aún, si el dinero del gobierno no se entrega a los más pobres, sino que se reparte parejo entre grupos que tienen ingresos muy distintos.
Por último, están los gastos, que también reclaman la igualdad de los derechos y no sólo el reparto de dinero: dice la ENIGH que entre vivienda, transporte, educación y salud, los hogares mexicanos gastan 14,098 pesos, de un total de 31,913 pesos en promedio trimestral (y esto, sin contar los alimentos que consumen fuera de la casa para ir a trabajar ni, mucho menos, los gastos derivados de enfermedades que reclaman atención especializada). Es decir, los hogares mexicanos gastan la mayor parte de su dinero en comprar servicios que ofrecen o controlan los gobiernos y que son derechos garantizados por la Constitución.
Se equivoca quien cree que la desigualdad se combate repartiendo dinero a granel, en vez de garantizar todos los derechos para los grupos más débiles de México. A menos, claro, que quien eso crea tenga otros datos.
Investigador del CIDE